La historia de Chichita

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Vagaba por las polvorientas calles del pueblo como alma en pena. La suciedad se había incrustado en su negro pelaje. No quería comida, solo anhelaba una caricia, una frase amable que arropara su apaleado espíritu. Doris le ponía comida en un rincón del portal de su casa y la llamó Chichita. El animal la miraba agradecido, acercaba el hocico al cuenco y movía la cola tímidamente dando las gracias.

Los pelos enmarañados colgaban de su cuerpo frágil como un traje mugriento y raído. La gente la miraba con asco o simplemente la ignoraba. Doris no. Ella le hablaba bajito e intentaba acariciarla. Pero Chichita no confiaba en los humanos, ni siquiera en ella. Demasiados palos, demasiada indiferencia. En sus ojos tristes se reflejaba la historia que ella no podía contar.

Recuerdo que era un día gris de otoño. Hecha un ovillo, Chichita se protegía de la lluvia en el portal de la bodega. La gente pasaba deprisa, intentando esquivar el mal tiempo. Me acerqué despacio y ella apenas se movió. La llamé por su nombre, levantó lentamente la cabeza y sus ojos profundos me miraron como si quisieran despedirse de la vida. Para ella, el mundo era un sitio inhóspito que le había cerrado las puertas desde hacía mucho tiempo. Intenté explicarle con la mirada que todos los seres humanos no éramos iguales. Movió la colita levemente y volvió a acurrucarse.

La historia de Chichita

Desde ese día, Chichita me seguía cada tarde hasta mi casa. Se sentaba junto a la verja sin atreverse a entrar. Mis padres, generosos, aceptaron acogerla. Cuando la bañamos y le cortamos en pelo nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Y así llegaron al mundo Negrita y Cortico, dos cachorros hermosos y tan distintos que no parecían hermanos. Chichita se transformó en una perra de pelaje negro y rizado, alegre, activa y defensora de su hogar. La tristeza se borró de sus nobles ojos y cada vez que nos miraba, mi madre decía que nos daba las gracias. Si nos sentábamos a contemplar la caída de la tarde en la terraza, ella recostaba su cabeza en nuestro regazo y así pasaba un buen rato, adormilada.

Un día me fui lejos de mi hogar y en mi gastada mochila me llevé el amor de todos los perros que habitaron la casa. Un amor que envuelve los sentidos y sana las heridas del alma. A veces, en sueños, vuelvo al patio del limonero y la mata de mango; el hocico frío y húmedo de Chichita se pega a mi mano. Ella busca una caricia y yo la ternura de sus ojos profundos. Sentada en mi regazo me lame el rostro y entonces me despierto y la veo correr por un camino de tierra roja, donde cientos de mariposas revolotean a su alrededor. Antes de tocar el arcoíris que dibuja la fina lluvia tropical al final del sendero, se da la vuelta y vuelve a regalarme la dulzura de su eterna mirada.

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