Cada vez que el cielo se encapotaba Amalia necesitaba un abrazo. Recordó aquel rayo que cayó en el patio de la vecina cuando tenía apenas diez años y su piel se estremeció. Primero fue una luz intensa como si el mundo se fuera a hacer añicos. Luego, el ruido ensordecedor mezclándose con el grito de su madre. El abrazo de la abuela la salvó del pánico que intentó colarse en su alma. La imagen de Santa Bárbara con su manto rojo era una garantía durante las tardes de tormenta. No faltaban allí las velas, los rezos y las rosas rojas. A ella se encomendaban todos cada vez que el cielo se iluminaba. Amalia se había inventado una plegaria y la repetía como una letanía. La abuela le susurraba una historia mientras la abrazaba. Era su manera particular de rezar y de consolarla.
Los nubarrones parecían a punto de estallar y Amalia buscó a tientas el abrazo. Las primeras gotas cayeron sobre el suelo reseco y el olor a tierra mojada activó cada uno de los recuerdos. Aquella tarde, el rayo arrancó de cuajo el árbol más longevo del parque del pueblo. Luego, la lluvia azotó los tejados, inundó las calles y lavó las aceras. Los chiquillos chapoteaban eufóricos e invitaban a Amalia a meterse en los charcos. Ella sonreía y negaba con la cabeza. Desde el portal de la casa familiar aspiraba el olor a hierba mojada y contemplaba los barcos de papel que navegaban sin brújula y sin destino. Amalia volvió a ver los rayos como serpientes engullendo el horizonte. Cerró los ojos y buscó la mirada temerosa de su madre y el abrazo de la abuela. Le pidió a Santa Bárbara que todo volviera a ser como antes. Pero el árbol yacía sobre el suelo, las ramas desperdigadas, el nido del sinsonte roto y una niña de diez años, arrodillada junto al tronco caído, la miraba asustada mientras se inventaba una plegaria que la salvara del olvido.
Belkys Rodríguez Blanco ©