Con los ojos cerrados confía en su inmortalidad. No le importan los riesgos o los malos augurios. No le teme ni a los cuervos ni a las tiñosas. Se muestra indiferente ante el mal de ojo y toda su parafernalia para evadirlo. Pasa tranquila por debajo de las escaleras y se ríe a carcajadas cuando habla del número trece. De tanto confiar en su condición de vegetal sempiterno entra en el campo minado una noche de tormenta, en pleno simulacro de combate. Cuando amaina el vendaval y el sol hace malabares para asomarse al horizonte, la encuentran desmembrada, una de sus manos aferrada a un crucifijo, una mueca de sorpresa en el rostro ensangrentado, mientras el cuervo picotea sus ojos perfectamente maquillados.