A mis compañeros de Makarenko, por todos los sueños compartidos. A todos los que estuvieron becados en el campo.
Cuando la conocí, su nombre me pareció raro pero no dejaba de ser bonito y original. Ahora sé de dónde viene y lo que significa. Era una adolescente peculiar: pelo claro, corto y rizado, baja de estatura, ademanes de chico, hiperactiva, sonrisa sincera, simpática; siempre con un chiste a punto para alegrarnos el día: “Si lloras, te chupo las lagrimitas”, me dijo una vez, poniendo voz de cría. Eran los años ochenta y estábamos en un colegio interno, cursando el bachillerato. El gobierno nos daba estudios gratis, pero teníamos que ir a trabajar al campo y cumplir a rajatabla con la política del centro y del país. Hablo de las escuelas en el campo: invento de la Cuba socialista para combinar el estudio con el trabajo y eliminar las diferencias entre el campo y la ciudad.
No recuerdo si lloraba por un amor no correspondido, o si era porque echaba de menos el calor de mi hogar: la comida de mi abuela, los paseos con mi abuelo, a mi padre llamándome Chuchi, mi cama, mi privacidad, el buró donde escribía poemas, las novelas en la radio después del almuerzo, las conversaciones con mi madre, el barrio. Tal vez eran todas esas razones agrupadas en una sola: éramos unos adolescentes de apenas quince años, arrancados del seno familiar.
Mi madre me decía que podía dejar la escuela y hacer el bachillerato en la Facultad Obrero Campesina del pueblo donde ella daba clases. Pero yo quería estudiar una carrera universitaria, así que tenía que aguantar, tragarme las lágrimas y hacer la maleta todos los domingos, subirme a la guagua escolar junto al resto de mis compañeros e irme a un sitio apartado en el campo, donde, como reza en el viejo refrán: el diablo dio las tres voces y nadie lo escuchó.
Poco a poco se me fue haciendo un callo en los lagrimales y comencé a digerir la separación. La verdad no la pasábamos tan mal: allí compartía nostalgias y techo con mis antiguos compañeros de la escuela primaria y mi amiga Nayra, quien se encargaba de poner la música, de darnos ánimo, de tener siempre una ocurrencia o una travesura. Era una transgresora nata y por eso le echaban reprimendas, tanto los profesores, como los que dirigían el centro. Se burlaba siempre de la subdirectora: una negra enorme como un iceberg de chapapote; buena gente, pero muy estricta y sarcástica. Todos temblábamos al verla venir, menos Nayra.
Para las niñas que sufríamos alguna enfermedad que nos impedía trabajar en el campo, la dirección del colegio habilitó un albergue aparte. Yo padecía de asma y Nayra tenía un problema en el corazón. Éramos las muchachas del “autoservicio”, o sea, algo así como un pequeño ejército de niñas defectuosas que nos encargábamos de la limpieza de la escuela y de ayudar en las labores del comedor. Recuerdo que si caía un buen aguacero durante la tarde, los largos pasillos del centro se inundaban, entonces el jefe del autoservicio nos iba a buscar, siempre en horario nocturno, para que limpiáramos los corredores centrales y los del área docente, y de esta manera dejarlos impecables para la jornada siguiente. No valían las excusas de que estuviéramos cansadas o de que necesitáramos estudiar para un examen. Había que cumplir con esa fastidiosa tarea.
El albergue era pequeño: tenía un recibidor, los baños y las duchas en el ala derecha, y el dormitorio colectivo con las literas del lado izquierdo. Un día, mientras descansábamos después de las clases, escuchamos unos pasos fuertes que hacían temblar el suelo y la voz inconfundible de la subdirectora llamando a Nayra. Ella estaba en el baño haciendo sus necesidades fisiológicas y cada vez que Esperanza la nombraba, Nayra respondía con un sonoro: “Estoy cagando”. Nosotras, dentro del albergue, nos reíamos bajito y sabíamos lo que le esperaba a nuestra amiga por burlarse de la temible subdirectora. La frase quedó registrada con tinta indeleble en nuestras memorias y hoy, después de casi veinticinco años, me río de lo lindo recordando el suceso.
Otro día organizó un coro para burlarse de la comida que nos daban. Era la época de la papa. Desayuno, almuerzo y comida: eternamente la papa, en todas sus variantes. Nayra se ponía frente al grupo en el aula y nos preguntaba: “¿Qué tenemos para desayunar?”. “Papa”, gritábamos todos al unísono. “¿Qué tenemos para almorzar”, volvía a preguntar y nosotros respondíamos lo mismo entre ataques de risa: “¡Papa!”
No puedo acordarme de todas las anécdotas, pues ha pasado mucho tiempo de nuestros tres años becadas en la escuela en el campo o Pre-universitario, o simplemente el Pre. La escuela llevaba el nombre de un pedagogo ucraniano: Antón Makarenko y la arquitectura del edificio tenía, sin lugar a dudas, un toque soviético, funcional pero horriblemente cuadrado y feo.
Todas las mañanas, muy tempranito, los altavoces instalados en los albergues nos sobresaltaban con la grabación del canto de un gallo y acto seguido una voz que decía: “Bueno días, campesino. Este es tu programa”. Un grupo de voces respondía: “Gracias”, e inmediatamente sonaba una canción guajira. Creo que por eso, los de mi generación odiábamos la música campesina, a pesar de los grandes valores de este género que triunfaban en la isla y en el mundo. Además del fastidio por tener que levantarnos a esas horas, era aquel ruido espantoso, provocado por la pésima calidad del sonido del mañanero programa radial para la gente del campo.
Gracias a Nayra extrañábamos menos a nuestras familias. Además de divertirnos con sus ocurrencias, nos quitaba el sobresalto de la música guajira, poniendo melodías de moda en una grabadora enorme de casetes y bocinas potentes que algún familiar le había traído desde los Estados Unidos. Gracias a ella escuchábamos las maravillosas canciones de la película Flash Dance o del dúo inglés Wham. Adoraba a José Martí y era capaz de pelearse con cualquiera que hablara mal del Maestro. Recuerdo cierta ocasión en que alguien le dijo que Martí era un borrachito, que por eso le decían Pepe Botella. Se puso roja como un tomate y defendió al poeta con pasión y vehemencia.
Un día supe que Nayra se marchaba para Miami. Como tantos otros amigos, puso proa al Norte y se convirtió en apátrida o “gusana”, esta última palabreja era usada por el régimen y sus defensores para etiquetar a los que no estaban de acuerdo con su ideología y emigraban a Estados Unidos. Pero de ninguna manera mi amiga se quedó sin patria porque se llevó la isla entre sus pertenencias: sobre todo, nuestro pequeño pueblo, con sus costas al mar Caribe, las calles polvorientas y sus casas de madera desgastadas por el salitre y el abandono; tampoco olvidó empacar los libros de Martí y los recuerdos del Pre. El día que nos despedimos le regalé mis discos de Serrat. No me importó perderlos. Era más duro verla partir y a eso tendría que acostumbrarme.
El destino o la vida nos llevaron a sitios distantes. Yo también zarpé un día al norte, mucho más arriba, muy cerca del círculo polar. No supe más de Nayra, pero como yo también empaqué todos mis recuerdos, me la llevé conmigo en mi largo viaje. Hace más de tres años dejé ese punto cardinal y ahora vivo en un archipiélago, más cerca del trópico, en una isla hermosa donde el mar es más cálido, se habla mi idioma y la gran mayoría de sus pobladores tiene un abuelo o un tío que emigró a Cuba, en muchos casos para plantar allí sus raíces.
En Canarias supe que el nombre Nayra es autóctono de las islas. No puedo evitar una sonrisa, entre pícara y nostálgica, cada vez que lo escucho. Hace tan solo unos pocos días le contaba a mi hijo anécdotas del Pre y juntos nos reíamos del famoso: “Estoy cagando”. No pasaron ni quince días cuando sonó mi teléfono: era una llamada desde Miami. Una chica de nombre Lisbeth me decía que quería darle una sorpresa a una amiga, alguien que yo conocía, pero hacía mucho tiempo que no teníamos contacto. “Tienes que esperarte un momento, el problema es que estoy cagando”, me dijo en un tono bajo y cómplice. ¡Nayra!, grité con la misma alegría de los viejos tiempos. Y, sí, era ella, hablándome emocionada desde el otro lado del mundo. Una vez más reafirmo que no existen las casualidades y sí lo que muchos llaman la ley de la atracción: un hilo mágico que une a los buenos amigos, en los recuerdos y en la distancia.