Medusa


Intentó acariciarla, pero se dio cuenta de que era intangible. No tenía pies, ni manos, ni rostro, ni voz. Suspendida en el aire, intentaba imitar los movimientos de una medusa y, a ratos, parecía una aurora boreal desteñida. Jugueteó con el espacio durante unos minutos y, al final, cansada, se pegó al techo y comenzó a gotear sobre sus sábanas. Él se mordió el dedo pulgar para asegurarse de que no era un sueño. El dolor agudo le confirmó que la extraña criatura formaba parte de su realidad. Entonces, aquel ser transparente salió de su letargo y comenzó a bailar enloquecido. Miles de gotas, disparadas como dardos, empaparon la cómoda, el espejo, la madera de la cama, el armario y  la alfombra. Para su asombro, cuando terminó aquella danza demencial, la medusa se había transformado en un rostro de labios carnosos que le sonreían con malicia. Su cuerpo gelatinoso había aumentado de tamaño, se movía en contracciones rítmicas e iba cambiando del  rosa al violeta y luego al azul. Él, fascinado, extendió sus brazos para alcanzarla. Ella se fue acercando y le rodeó el  cuello con sus largos y finos tentáculos, mientras iba destilando sobre la boca de su amante un líquido dulce y mortal.

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