A mi abuela, un ángel que me arrulla en la distancia.
Cuántas veces contemplé los tejados de colores alegres en Reyjavík, intentando reconocer los que dejé en otra isla. La memoria me jugaba malas pasadas y entonces podía sustituir el rojo intenso por aquellas tejas desteñidas, castigadas por el sol, los aguaceros y el abandono. Ningún techo ha podido cobijarme como el de la casa de la abuela. Allí estaba siempre a salvo. Del calor insoportable al mediodía, de las tormentas en las tardes, de los rayos que arrancaban los árboles de cuajo. La nieve de aquella isla del norte intentó cubrir también los tejados de mi infancia. Pintó de blanco la mata de mango, el limonero, las orquídeas y la casita del perro. Pero mi memoria empecinada se aferró a la tierra roja, a la luz del cielo tropical y al tejado agonizante de la casa de la abuela.