Ella estaba dispuesta a pagar por las caricias. Se lo propuso un día al vecino del octavo. Era un hombre calvo y taciturno al que el peso de la soledad le había dejado una pronunciada joroba en la espalda. Bajaba todos los días a las nueve en punto a tirar la basura. Una noche ella abrió la puerta de su apartamento y lo vio en el último peldaño de la escalera secándose el sudor. El ascensor casi siempre estaba roto. El hombre se dio la vuelta y le sonrió con amabilidad. Cuando se disponía a continuar su ascenso, ella le habló bajando la mirada. “¿Cuánto me cobrarías por unas caricias?, le espetó ahorrándose el saludo. Él la miró con los ojos ligeramente entornados y el ceño fruncido como si le hubiese hecho la pregunta en otro idioma. «No te pido sexo, solo quiero unas cuantas caricias dependiendo del precio, por supuesto», aclaró la mujer.
Antes de que pudiera articular palabra, ella hizo un gesto invitándolo a pasar. Titubeó unos segundos, se rascó su lustrosa mollera y reparó en el pijama rojo de lunares blancos y en la melena desordenada. Suspiró y entró en el apartamento arrastrando los pasos. “Como somos vecinos desde hace diez años te haré un buen descuento, tres caricias por el precio de una». Ella asintió con una leve sonrisa y comenzó a despojarse de la ropa. «De la cintura hacia abajo, el precio varía», explicó él sonrojándose. «Las dejaremos para principios del próximo mes. Hoy es día 25 y estoy sin blanca», dijo ella con tono de fastidio. «A menos que aceptes mis caricias como pago. Serán torpes pues no soy lo que se dice una experta”.
Terminando la frase reparó en las manos grandes de largos y finos dedos del hombre. Le había escuchado decir a una vecina que tocaba el órgano en la iglesia, que vivía con un gato y que prácticamente no se relacionaba con nadie. Si conocía bien el instrumento sabría qué teclas tocar para procurarle placer. Se acostó en el viejo sofá y cerró los ojos. “Tendrás que pagar, las caricias me producen urticaria”, respondió él acercándose. “¿La lengua o las manos?”, preguntó antes de comenzar. “Prefiero la lengua si se mantiene la oferta”. “¿Te has duchado hoy? Te advierto que soy muy escrupuloso”, el hombre se acercó más, comprobó que la mujer olía a cebolla recién picada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Ella cogió un paquete de clínex y le ofreció uno. “Lo siento, soy cocinera profesional. Con las manos será suficiente”, dijo resignada.
Resultó que el hombre era de buen comer y ella dejó de pagar por las caricias. Tres carantoñas por cada plato, acordaron, café aparte. Una vez por semana ella prepara un delicioso Cordon bleu de pollo, descorcha una botella de Ramón Bilbao y enciende las velas. Él, eufórico y salivando como el perro de Pavlov, anuncia barra libre de caricias. Lo de la lengua ha dejado de ser un problema pues cuando él se come el último trocito, la mujer prepara la bañera y se sumerge en agua de rosas unos quince minutos. Después de secarse, embadurna cada centímetro de su cuerpo de Mousse de fresa. Ha descubierto que el vecino del octavo es adicto a los postres.
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