Escuchó su voz en la penumbra y supo que no estaba sola. Caminó distraída entre caracolas y sirenas cabizbajas. Juntó piedritas y trozos de sueños dispersos en la orilla. La acompañaba un olor lejano y recurrente: el aroma del pelo de la abuela. Ella olía a hogar, a monte, a risa cristalina, a tardes de aguaceros sobre los tejados, a ropa limpia tendida bajo el limonero.
Quiso volver sobre sus pasos, pero el camino de regreso se perdía en un océano implacable e infinito. Su voz se confundió con un breve sollozo de la brisa. Siguió avanzando absorta, sorteando la espuma y dejando que las olas lamieran sus huellas y las borraran de aquellas costas que ya no le pertenecían.
Allí había ido, mucho tiempo atrás, a pedir un milagro a la reina de los mares. Pero la diosa cerró los ojos ante su desatino. Las lágrimas, derrotadas, rodaron por su alma y entraron de puntillas en la marea. El mar arrastró cada palabra, cada súplica y se quedó aletargado esperando la noche.
Ahora regresa callada, agarrada a la falda de la abuela, implorando a la diosa de los mares que le devuelva un trozo de tabla, una isla a la que asirse, un recuerdo al que pueda anclarse. Y si ha de flotar a la deriva solo pide despertar acurrucada en su regazo.