Se acerca peligrosamente la gripe porcina y necesito confesarte algo, por si las moscas. Me atrevería a asegurar que ahora mismo, después de ver las noticias, han comenzado a manifestárseme dos de los síntomas de esa grave enfermedad. Quizás es sugestión, o simplemente los confundo con los que casi siempre aparecen cuando el tal Cupido te ha flechado: sudoración y dolor de pecho.
La verdad no sé cómo empezar mi confesión. Soy extremadamente tímida, odio la cursilería, se me da mal la poesía y me niego a mandarte una, escrita por otra u otro. Podrían acusarme de plagio y eso sería bochornoso.
Hablando de cerdos, por favor, no te lo tomes como algo personal; es que eso de que un virus, exclusivo de los animales, haya mutado y ahora mate a la gente es muy preocupante para mí, tanto como lo que ahora estoy sintiendo por ti. Bueno, realmente no pienso que mis sentimientos me vayan a matar, ya lo habrían hecho hace mucho tiempo, pero lo de la fiebre sí que me alarma. Soy alérgica a los antipiréticos.
Recuerdo que cuando mi tía Aurorita veía al chico que le gustaba pasar por delante de su casa, en una flamante motocicleta roja, esa noche a ella le daba fiebre. Mi abuela aseguraba que aquello no era un virus ni ningún otro mal de turno. “Calentura asociada al enamoramiento”, sentenciaba y su diagnóstico no era ni discutible, ni negociable.
Hablando de mi abuela, ella misma me aconsejó que te lo dijera, que no fuera tan mojigata, que te invitara al parque, que te mirara a los ojos sin ponerme colorada y que te dijera que me gustas y eso, bueno, ya sabes, que te quiero. Ya sé que es el siglo veintiuno y esa manera directa y sin tapujos de decir las cosas es normal hasta para mi abuela. Pero ya te dije que soy patológicamente tímida y sé que no me atreveré. Por eso, te envío esta carta. Con un poco de suerte el cartero se contagiará de la gripe, de esas comunes, y no pasará hoy por tu casa. El pobre, espero que no sea alérgico a los antipiréticos.