Dedicado a todas las personas que escriben para niños. Espero que sepan perdonar mi atrevimiento.
Hace muchos años existió un hada que viajaba por el mundo buscando un duende que la acompañara en sus aventuras. Una tarde de tormenta, un rayo destrozó la casita de paja que colgaba de una de las ramas del castaño donde vivía. El impacto fue de tal magnitud que la pobre criatura se quedó inconsciente sobre la hojarasca durante unos minutos.
Al despertarse, se dio cuenta de que sus alas estaban quemadas y de que ya nunca más podría volar. Desconsolada, pensó que ahora era un hada incompleta y que lo mejor sería refugiarse en una madriguera de ratones abandonada. A pesar de la insistencia de sus amigos: los animalitos y los duendes del bosque, ella se negaba a salir de la cueva. Allí pasó todo el largo invierno.
Una tarde lluviosa, a principios de la primavera, mientras hacía la siesta, el hada escuchó asombrada una hermosa voz que entonaba una canción muy antigua. Sacó la cabeza por la boca de la madriguera pero no vio a nadie.
— Aquí arriba. Hola, soy el duende juglar. ¿Te he despertado?
— Pues sí. Has interrumpido mi siesta. Aunque debo decir que tienes una bonita voz —dijo el hada sin salir de su escondite.
— ¿Por qué estás metida en ese agujero? Hace un día precioso. Ven, súbete al árbol y te canto otra canción.
— No, odio los días lluviosos. Por culpa de un rayo perdí mis alas y ahora nunca más podré encontrar a…Bueno, eso no te importa. Adiós —se lamentó el hada.
— ¿Y solo por eso no sales de ese hoyo oscuro? Se supone que las hadas viven en los árboles —le respondió el duende juglar.
— ¿Cómo sabes que soy un hada? —preguntó ella sorprendida.
— Por el tono de tu voz. Soy un experto —diciendo esto, el duende soltó una enorme carcajada—. Si sales te contaré una historia maravillosa.
— ¡No!, márchate. Quiero estar sola —la última frase acabó en un sollozo.
— Pensé que las hadas eran valientes. Si dejas que te vea, te diré cómo encontrar la pócima mágica que te devolverá las alas — le aseguró el duende mientras bajaba del árbol.
La curiosidad y las ganas de recuperar lo perdido fueron más fuertes que su deseo de permanecer oculta. Poco a poco, el hada fue saliendo de su refugio y lo primero que vio fue un inmenso arcoíris que había nacido entre las nubes. Luego, sus ojos color miel tropezaron con una mirada diáfana. Había escampado y el bosque lucía un verde luminoso. El duende se acercó lentamente, con una amplia sonrisa trotando en su rostro pecoso.
— Para no tener alas, eres bastante bonita.
— Y tú, ¿por qué no tienes orejas, ni…—la frase se quedó
en vilo y el hada sintió el calor en sus mejillas.
— ¿Pelo? Ah, es una vieja historia. Tú no eres la única que ha tropezado con un rayo; pero, como ves, yo salí peor parado.
— Lo siento, yo…he sido grosera. Te ruego que me perdones.
— No pasa nada, estoy acostumbrado. Casi todos piensan que soy un bicho raro, pero me da igual. Mis amigos me llaman el Desorejado y quieren fabricar unas orejas nuevas para mí. Les he dicho que me importa un rábano no tener orejas. Total, las que tenía eran enormes y también me criticaban por eso —dijo el duende y soltó otra sonora carcajada.
— Las personas son crueles. Cuando alguien es diferente lo señalan con un dedo y murmuran —el hada habló con un hilo de voz y la vista clavada en el suelo.
— No, solo son tontas. No han aprendido que la belleza que verdaderamente importa está dentro de nosotros. Bah, peor para ellas. Yo me siento afortunado. Sobreviví al rayo, puedo andar, cantar, tengo buenos amigos y también puedo escuchar —el duende señaló divertido unos pequeños orificios a ambos lados de su cabeza.
— He sido estúpida y vanidosa. Solo vi la parte negativa de lo que me sucedió y por mucho tiempo me he sentido desgraciada e incompleta. ¡Enséñame a ser como tú! —le suplicó el hada mientras observaba su propia figura en los grandes ojos bondadosos de aquella fascinante criatura.
— No te aconsejo que te parezcas a mí. No tengo pelo, ni orejas y, además, ronco y me tiro pedos —terminando la frase, el duende dio un salto y se subió a una rama del castaño.
El hada incompleta y el duende juglar rieron hasta que sintieron dolor en sus barrigas. Comenzó a caer una llovizna que anunciaba el comienzo de la estación de las flores y el canto de los pájaros. Los primeros botones bostezaron y estiraron tímidamente sus ramas. De un saco que tenía escondido entre las hojas del castaño, el duende sacó una sombrilla para que su hermosa dama no se mojara.
“Escucha el sonido de la lluvia; cierra los ojos e imagina unas alas enormes y transparentes; pega la oreja al árbol y escucha todas las historias mágicas que guarda en su interior. Abraza su tronco, siente su energía, su sabiduría, su amor”, el duende fue susurrándole al hada las palabras que iban naciendo de su corazón generoso. Ella, con la cabeza recostada a su hombro, se quedó profundamente dormida, con una sonrisa en los labios y estrenando unas alas enormes que los condujeron, a ambos, a lo más profundo del bosque recién lavado.
Belkys Rodríguez Blanco ©