Tenía la tristeza enquistada en las vísceras y la culpa era de sus lágrimas. En vez de salir por los conductos y rodar por las mejillas, recorrían un extraño camino y terminaban bajando como una cascada por el esófago, de ahí llegaban al estómago y luego se repartían por los intestinos, el corazón, los pulmones, los riñones, el hígado, en fin, toda su anatomía interior.
Ciertamente era un hombre raro. Se alimentaba solo de frutos secos e infusiones. Vivía en una oscura buhardilla, acompañado por un gato de tres patas, unos muebles desgastados, un par de estanterías repletas de libros viejos y una máquina de coser Singer. Los vecinos escuchaban sus pasos siempre a partir de las once de la noche. Arrastraba sus pies de un modo cansino, mientras el gato se le enredaba en las piernas y le mordisqueaba los calcetines. Nadie sabía de dónde había venido, si tenía familia, amigos o amantes. Jamás salía de su casa, al menos durante el día. No tenía radio ni televisión. Nadie había visto jamás su cara.
Una noche muy fría, víspera de Navidad, la vecina del cuarto piso se dio cuenta de que las luces del árbol comenzaban a parpadear. Las ramas goteaban como si estuviera lloviendo dentro del salón y en el suelo, delante de los regalos, se había formado un gran charco. Alarmada, la mujer miró al techo y no pudo reprimir el grito. Un rostro perfectamente delineado sobre el pladur la observaba con profunda tristeza, mientras que de los cuencos vacíos de sus ojos brotaba el agua como un manantial inagotable. La boca se abría desmesurada, dándole a las facciones un aspecto repulsivo. Sobre el suelo empapado comenzaron a caer vísceras humanas.
Una hora más tarde, el inspector de policía, el médico forense y el fotógrafo de la comisaría observaban un espectáculo inusual en el salón de la buhardilla. Sobre un gran charco de agua yacía el cadáver de un hombre de mediana edad. “Posición decúbito prono, los brazos cruzados sobre el pecho, vestido con prendas femeninas, descalzo, no hay presencia de sangre”, fue recitando el forense en voz alta mientras se ponía los guantes de látex. Se acuclilló al lado del fallecido y se dispuso a darle la vuelta. Los tres hombres dieron un respingo al unísono e instintivamente se llevaron la mano derecha a la boca. “¿Dónde está el rostro?”, parecían preguntarse mientras se miraban perplejos. “Esto no tiene sentido”, dijo con un hilo de voz el forense. “¿Cómo han podido arrancarle la cara de esa manera?”, preguntó el fotógrafo con el semblante lívido. “En mis veinte años de servicio jamás había visto algo así”, aseguró el comisario.
La puerta no estaba forzada y cada objeto de la casa permanecía en su sitio. Sobre el sofá, unas revistas de moda de los años cincuenta y unos retazos de tela de algodón de varios colores miraban con desdén a los intrusos. Dos hombres fornidos se disponían a trasladar el cadáver dentro de una bolsa de plástico. Al levantarlo se miraron asombrados pues fue como alzar una pluma. El fotógrafo fue el último en salir. Desde el umbral de la puerta echó una última ojeada a la buhardilla. Una extraña escultura colocada sobre la estantería lo observaba con sus ojos de vidrio. Al hombre le pareció que por la boca entreabierta se asomaban unos enormes colmillos manchados de rojo. Pensó que ya tenía suficiente con lo que había visto, así que lo mejor sería marcharse de aquel lugar que le ponía los pelos de punta. Al escuchar el portazo, el gato de tres patas dio un salto y fue a acurrucarse en el sofá, encima de los retales.