El llanto de Iluminada era una cuestión genética. Su árbol genealógico era una lista interminable de antepasados llorones. No solo las mujeres tenían la capacidad de llorar a mares, los hombres también debían enjugarse las lágrimas con disimulo en cualquier acontecimiento familiar de cierta relevancia. De esta manera empapaban pañuelos en bautizos, bodas, funerales, comuniones, graduaciones, conciertos y hasta en los almuerzos de los domingos.
Su tatarabuela, una anciana venerable de ciento cinco años, le había contado en su lecho de muerte que en cierta ocasión, víspera de Navidad, su padre se atragantó con un hueso de pollo y, para sorpresa de los presentes en el banquete, las lágrimas como chorros potentes brotaron de los ojos del buen señor, rodaron por la comisura de los labios y empujaron tráquea abajo aquel estorbo que le impedía respirar.
Iluminada estuvo más de una semana llorando el fallecimiento de la tata Inés. Sobre todo, porque la señora tenía un amplio repertorio de historias lacrimógenas que ella jamás volvería a escuchar. “¿Quién me hará llorar como tú?”, se preguntaba entre sollozos en el velatorio que se celebró una tarde lluviosa en el salón de la casa señorial. La familia entera, reunida en torno al ataúd, lloraba sin interrupción. Los amigos y curiosos presenciaban aquel inusual espectáculo mientras el agua les llegaba a los tobillos.
Decía la tata Inés que agua llama agua, así que esa misma tarde y sin previo aviso, un huracán fuerza cinco entró por la costa sur, punto donde se alzaba el barrio de Iluminada. Los vecinos abandonaron despavoridos el velorio y fueron a refugiarse en sus casas. Los vientos de más de trescientos kilómetros por hora arrancaron de cuajo todo lo que encontraron a su paso. La lluvia arrastró enseres y animales a lo largo de la calle principal del pueblo. Y, en medio del caos, un ataúd de caoba flotaba a la deriva. A su lado y fuertemente agarrada iba Iluminada, invocando el espíritu de su tatarabuela para que la rescatara de las garras de aquel desastre natural, y enjugándose como podía un par de lagrimones que bajaban por sus mejillas completamente ajenos al diluvio.