Sentada en aquel bar, dándole la última calada al cigarrillo, Estrella recordó el cuento de Cenicienta. Aún guardaba aquel libro que olía a los días más felices de su infancia. Cada noche, al llegar a su apartamento, lo hojeaba hasta que se quedaba dormida en el sofá. Entonces soñaba con su madre leyéndole la historia con una voz dulcísima y cálida. “Tú eres hermosa y fuerte como ella, Estrellita. Encontrarás a tu príncipe y serás feliz para siempre”, le decía en un susurro cuando la niña comenzaba a cerrar los ojos.
Durante muchos años lo creyó. Su madre era una mujer sabia. No tenía estudios pero leía sin parar todo lo que le caía en las manos. De todas las versiones, prefería la de Perrault. A pesar del humo y el tufo a alcohol, Estrella podía percibir ahora el olor de aquellas páginas amarillentas y suaves. Recordaba que su madre se había encontrado el libro en una caja al lado de los contenedores de basura, sin embargo le contó que había aparecido en la puerta de la casa por arte de magia. “Las hadas y los duendes son muy traviesos, Estrellita”, le aseguró.
Estrella sonrió con amargura. El cáncer corroyó a su madre hasta dejarla en los huesos. Cuando el dolor la atormentaba, le pedía a su hija adolescente que le leyera el cuento de Cenicienta. “Tienes que encontrar a tu príncipe, Estrellita. No dejes de buscarlo. Tu padre ha sido un cabrón, pero todos no son iguales. Yo te ayudaré desde el Cielo”, decía la pobre mujer con un hilo de voz mientras la morfina comenzaba a hacerle efecto.
Cuando su madre murió, Estrella fue de bar en bar y de casino en casino buscando a su padre. Solo tenía dieciséis años y estaba asustada. Lo encontró el día antes de Noche Buena, borracho y besuqueándose con una fulana en la barra del Cuasquías. Ella le dijo que era su hija y que necesitaba ayuda. Él la miró sin reconocerla, le gritó que él solo tenía machos y que se fuera al carajo. La historia del príncipe azul se hizo añicos aquel día. Estrella salió cabizbaja, con los puños apretados y se juró a sí misma que jamás dependería de un hombre.
Su padre murió el día de Noche Vieja en una reyerta callejera. Nadie se hizo cargo del cadáver, así que lo enterraron en una fosa común en el cementerio municipal. Estrella se enteró unos días después porque una vecina que trabajaba en la cocina del Cuasquías vino a contárselo. “Que se pudra en el Infierno el cabrón”, dijo con los dientes apretados después de cerrar la puerta. Luego se acercó al portarretratos donde su madre sonreía despreocupada y le encendió una velita. “Espero que no te encuentres a ese hijo de puta allá arriba, mamá. Solo pido que de verdad haya un Dios que lo ponga en el lugar que se merece”.
El barman se acercó y le preguntó si quería otra copa. Estrella negó con la cabeza, le extendió un billete y le dijo que se quedara con el cambio. Salió a toda prisa del local. Sus botas de tacón alto no le impedían caminar con elegancia sobre los adoquines. La calle estaba desierta y una fina lluvia extendía su manto sobre la ciudad adormilada. Las pequeñas gotas caían sobre el pelo negro y largo de la mujer. Ella no intentaba protegerse. Agradeció el agua fría sobre su rostro. El rímel comenzó a abandonar las pestañas y bajó por sus mejillas como un torrente de aguas turbulentas. Solo quería llegar a casa, tumbarse en el sofá y apretar contra su pecho aquel libro desgastado que olía a esos días en que creía en los cuentos de hadas. En cada página estaba la voz de su madre contándole aquellas historias que la hacían soñar con el príncipe azul cabalgando con distinción sobre su corcel blanco.
Esa noche tenía una cita con el banquero pero no fue. Ni siquiera lo llamó para cancelarla. Era amable y generoso pero tenía unos gustos sexuales muy raros. “Si dejas que te ate las manos y te ponga la venda te dejaré un billete de doscientos sobre la mesilla de noche”. El asco le torció la boca en una mueca. Estaba harta de él y de todos los tipos que habían pasado por su cama. Hoy le apetecía volver a casa sola, hojear el libro de Perrault y soñar. Tenía derecho a volver a la inocencia. Se dejaría seducir por aquellas patrañas del príncipe encantado y sería feliz, muy feliz, tal y como le había asegurado su madre.
Empapada y tiritando de frío metió la llave en la cerradura. La calidez del hogar la envolvió y entonces respiró aliviada. Afuera la lluvia había arreciado y las gruesas gotas golpeaban el ventanal con saña. Se despojó de la ropa en el recibidor y caminó despacio hacia el salón. El pelo suelto y mojado coqueteaba con el nacimiento de las nalgas. La tenue luz que se colaba por la ventana delineaba su figura de curvas perfectas. Se movía como una gacela en celo. Alta, grácil, la piel color canela, los labios carnosos, los ojos de largas pestañas ahora cerrados, los dedos finos adornados con anillos de oro buscaban a tientas el interruptor de la lamparilla sobre el multimueble. Otras manos, grandes, cálidas, varoniles se entrelazaron con las suyas. Llevaba tanto tiempo esperando este momento que ni siquiera se sobresaltó. Lo esperaba, lo anhelaba, lo deseaba.
Los vecinos escucharon ruidos muy extraños en el apartamento de Estrella aquella madrugada. Unos oyeron aullidos, otros hablaban de gruñidos. Algunos decían que eran lamentos o quizás gritos de dolor. Lo cierto es que, preocupados, llamaron a la policía pues nadie se atrevió a tocar el timbre. Ansiosos y cuchicheando en voz baja, fueron hasta la entrada del edificio y allí esperaron a que llegara el coche policial. Los agentes, un poco malhumorados a esas horas, les ordenaron que se fueran a sus casas. Aquello era solo competencia de la autoridad. Nadie abrió la puerta a pesar de que la golpearon con fuerza. Así que rompieron la cerradura de una patada y entraron con las armas en ristre como si de un asalto se tratara.
La escena los dejó boquiabiertos. Después de varios minutos bajaron las armas lentamente mientras se miraban con incredulidad. Tumbada sobre el sofá yacía una mujer hermosísima, completamente desnuda. Solo llevaba puestos unos zapatos de cristal. El pelo negro y sedoso caía en cascada sobre el suelo. Un hilillo de sangre bajaba por la comisura de los labios y rodeaba su cuello. Varias gotas habían manchado la portada de un libro de grandes letras doradas que descansaba sobre el pecho de la mujer que, más que de carne y hueso parecía la escultura de una diosa griega. Ninguno de los agentes se atrevió a acercarse al sofá. Era tal el desconcierto que ni siquiera se percataron del sonido del motor de un coche que se alejaba a toda velocidad. A pesar de que se acercaba el amanecer, doce campanadas rompieron el silencio del salón y sacaron por fin de su estupor a los agentes de policía. La princesa miró con desprecio el reloj. Debía regresar cuanto antes a casa.
Belkys Rodríguez Blanco ©