Dividida en muchas islas navego en busca de un horizonte escamoteado, roto, una finísima línea que flota aferrada a la última tabla. No busco exactamente la salvación. Solo intento aprender a esquivar la tempestad en medio del océano, para luego llegar a tus costas y quedarme allí, anclada y exhausta. Tampoco pretendo que enciendas un candil cada tarde en la orilla, que me abras dulcemente las puertas de tu refugio. Debo ser capaz de salvarme sin tus manos, de sobrevivir sin tus caricias, de convivir con mis sinsabores y mis breves alegrías, a solas. Deseándote pacientemente, escuchándote cuando falten tus palabras, moviendo cada pieza del alma con cautela, sin poner en peligro la sonrisa; disimulando esa lágrima inconveniente, la compulsión por el abrazo, la urgencia de tragarte entre mis sábanas. Dividida en amaneceres y días sombríos me dejo arrastrar por las corrientes. No hago resistencia porque así lo imponen las reglas del juego. Floto a la deriva mientras contemplo resignada mi propio cuerpo hundiéndose en el mismo horizonte donde me encontró tu mirada.