A las olas les pica la espalda y vienen a rascarse en las paredes del viejo muelle. Ha sido así desde que el mundo es mundo y el mar es mar. Si se acercan demasiado y el vejestorio hace un gesto de fastidio, ellas, orgullosas, alzan las crestas, escupen la espuma y se van a coquetear con las gaviotas. Entonces, el viejo muelle se da cuenta de su desplante, se arrepiente e inclinando la cabeza se sacude el salitre y el mal carácter, e invita a las olas a arrancarle los escaramujos que lo devoran como afilados piojos. Ellas lo observan desde lejos con cautela y, al final, regresan haciendo un mohín de señoritas ultrajadas. El decrépito embarcadero deja caer sus párpados en señal de sumisión y las olas, satisfechas, vuelven a rascarse la espalda y a despojar de escaramujos aquella pared que lentamente será engullida por la sal y la desidia.