Rabo de nube

Tornado
Cuando se avecinaba la tormenta, Amanda invocaba a Santa Bárbara. Changó era poderosa y, juntas, ahuyentaban los malos presagios. El cielo se quedaba despejado de nubes inoportunas y el sol volvía a brillar como en una mañana de primavera tropical. Ese don lo había heredado de su bisabuela Rosario. A ella ni los rabos de nube se le resistían. Sacaba las tijeras del costurero y, con paso firme y los ojos cerrados, salía al patio de la casona familiar. Entre rezos, alzaba los brazos y cortaba en el aire la tozudez del vendaval.
 
En su lecho de muerte, doña Charito le pidió a su bisnieta que se acercara y en apenas un susurro le dio las instrucciones precisas para alejar las tormentas y todo tipo de fenómenos naturales. Durante el verano las amigas se la rifaban. En aquel pueblito del sur de la isla, los nubarrones grises tenían la fea costumbre de plantarse sobre la costa y descargar allí toda la rabia acumulada. “Amanda, aleja la tormenta”, le pedían las chiquillas con esa necesidad perentoria de lucir un bronceado perfecto en el baile del domingo.
 
Amanda se acercaba a la orilla, cerraba los ojos y caía en una especie de trance. Mientras alzaba los brazos, invocaba a Changó y por si acaso también a Yemayá, dueña y señora de las mareas. Cuando terminaba el ritual, dejaba caer los brazos, exhausta; se arrodillaba y se quedaba mirando fijamente la línea del horizonte. Como en otras ocasiones, las nubes preñadas de malos augurios desaparecían y sus amigas corrían a abrazarla y a darle las gracias por el milagro.
 
Aquella fatídica tarde, víspera de otoño, los vientos huracanados comenzaron a vapulear los árboles y los tejados del pueblo. La gente, aterrorizada, fue en procesión hasta la casa de Amanda. Su madre salió al portal en intentó calmar a la multitud. Con un hilo de voz, la señora intentó convencer a la exaltada masa de que su hija no estaba preparada para apaciguar la furia de un huracán fuerza cinco. Además, la muchacha estaba postrada en la cama con unas fiebres muy altas.
 
“La niña solo puede alejar las tormentas de verano y cortar un rabo de nube. Doña Rosario no le dejó instrucciones para espantar los huracanes”, aseguró Úrsula y luego entró en la casa. Atónitos primero y encolerizados después, los habitantes del pueblo comenzaron a proferir improperios y a lanzar piedras contra la puerta y las ventanas. Exigían a Amanda que saliera a la calle y que intentara detener a aquella bestia que se acercaba lentamente a la costa. El último de esas características había pasado hacía cincuenta años y provocó un ras de mar que engulló todo el pueblo. Solo quedó en pie la torre de la iglesia y la barbería de Yuyo.
 
Ante el incesante griterío, Amanda abrió los ojos y le pidió a su madre que la ayudara a levantarse. Doña Úrsula se negó rotundamente, pero su hija la tranquilizó asegurándole que el espíritu de Charito le daría de alguna manera las indicaciones para deshacerse del monstruo tropical que asediaba la isla. La madre, temerosa e incrédula, ayudó a la joven a vestirse. Lo que pasó después, fue recogido años más tarde por un periodista que aquel aciago día se plantó delante de la casa de Amanda, de la mano de su abuelo materno.
 
Contaba Juan Cuesta que la muchacha salió al portal de la casa familiar cuando los primeros relámpagos alumbraban el horizonte. Demacrada y con el pelo enmarañado, vestía una bata blanca que se deslizaba hasta sus pies descalzos. El rumor cesó dando paso al silencio que precedía la tormenta. Con las mejillas encendidas por la fiebre, Amanda alzó los brazos y cerró los ojos. Justo sobre su cabeza, apareció una espiral de hojas, ramas y pequeños animales del monte que envolvió su cuerpo lentamente. Instintivamente, todos cerraron los ojos y empezaron a rezar. Mientras el murmullo crecía, ella se elevaba. Como si alguien hubiera dado una orden, la multitud se quedó en silencio.
 
Nadie se atrevió a abrir los ojos. Sin mediar palabra se cogieron de las manos y formaron un círculo alrededor de la joven. El periodista, que entonces era un mocoso de seis años, levantó el párpado del ojo derecho y comenzó a gritar como poseído: “se ha ido, ya no está”. De inmediato rompió a llorar y se abrazó a la cintura de su abuelo. Unos dijeron que se la había llevado la tormenta como castigo; otros, que Amanda se había elevado para unirse al espíritu de su bisabuela. Alguna lengua viperina aseguraba que había sido una estratagema de la muchacha para abandonar el país. Lo cierto es que el huracán dio un giro inesperado y puso rumbo norte.
 
Frederick dejó una estela de destrucción en el continente. Pueblos enteros fueron borrados de la faz de la tierra, contaba años más tarde Juan Cuesta en el ‘Bobo de Batabanó’. Sin embargo, desde ese día, ninguna tormenta tropical volvió a acercarse al sur de la isla. Cada aniversario de la desaparición de Amanda, la gente del pueblo se reúne en el portal de su casa para encender velas, rezar y, de paso, pedir que algún rabo de nube los envuelva y se los lleve más allá del mar, preferiblemente hacia algún punto en el Norte.
Foto: Willgard (Pixabay)

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