Sandra se aferró al arcoíris. Tenía que agarrarse a cualquier cosa para no rendirse. Recuerda que la llovizna se mezcló con las lágrimas y bajó por su cuerpo como una cascada de alivio. Le dolían las manos pero no podía soltarse. Sabía que abajo la esperaba el silencio y eso era lo menos que necesitaba en ese momento. A pesar de las rachas de viento, cada color se mantuvo en su sitio, así que Sandra se acomodó sobre el violeta y se quedó ensimismada observando el vuelo de un cernícalo. Las nubes eran obstinadas y decidieron acoplarse a ese pedazo de cielo que, confundido, no sabía si era otoño o primavera. Ella se sentía a salvo y dejó de pensar en la lluvia. El arcoíris la envolvió en un abrazo cromático y se quedó dormida. Soñó con aquel papalote que le hizo el abuelo y que volaba más alto que los pájaros, con un bolero de los cincuenta que salía como una caricia de la garganta de su madre mientras le peinaba el cabello ensortijado y revuelto, con sus amigos de la primaria jugando a la rueda rueda de pan y canela, dame un besito y vete para la escuela, con aquel perro chino que ella envolvía en una manta porque no tenía ni un solo pelo en el cuerpo, con el día en que el rayo cayó en el patio de los abuelos y arrancó de cuajo la mata de aguacate, con los aguaceros que desordenaban las tejas de las casas del pueblo. Y entre sueños, los cabellos ensortijados y revueltos de Sandra serpentearon en los recuerdos, las manos doloridas se fueron soltando, el viento arrastró las nubes a otras latitudes, y el arcoíris, con los colores aferrados a su cuerpo, la mantuvo a salvo del silencio.