Sentados bajo el sol del desierto escriben versos sobre una vieja tabla de madera. Ella, la primera estrofa que habla del pájaro que llena de música sus sueños. Él, la siguiente sobre aquel día que ella le regaló la caracola que guardaba como un tesoro. Al llegar a su tienda, él se sienta en el suelo y acaricia el poema escrito con carboncillo. Bajo sus dedos se revela la aspereza de la madera y la delicadeza en el gesto de ella. Luego, lava cuidadosamente la tabla y el agua pintada de negro se queda atrapada en una vasija. Allí están todas las frases que sus bocas no dijeron. Cierra los ojos y vuelve a percibir el olor de los cabellos negros y ondulados de ella, la destreza de sus dedos finos dibujando los versos. Le sonríe y el sol se bebe unas pequeñísimas gotas de sudor incrustadas en su frente. Tiene sed, así que alza el recipiente a la altura de los labios y comienza a beberse aquel líquido oscuro y dulzón. El sabor de las palabras se mezcla con el aroma de la piel de ella, y cada verso se queda grabado en su cuerpo y en su mente.