Rosario barría el portal de su casa y él pasó conduciendo su Ford de 1956. Tarareaba una melodía de moda, así que no escuchó el ruido del motor, pero sí el sonido de los cristales rotos. El automóvil se había empotrado en la vidriera de un establecimiento de víveres. Había poca gente a esa hora en la calle principal del pueblo. Ella soltó la escoba y cruzó la calle corriendo, sin darse cuenta aún de que era el carro de Agustín, el hombre que la amaba sin ser correspondido. Se acercó con el pánico reflejado en aquellos ojos tan parecidos a los de María Félix. Él le sonrió con las manos todavía aferradas al volante. Tenía una pequeña herida en la frente. La sangre le había manchado la guayabera recién planchada. “Tengo que revisar los frenos, son un poco viejos”, le dijo con un ligero temblor en los labios. Pero esa no era la causa del accidente y ella lo sabía. Su hermano Sergio le contó que Agustín estaba enamorado de ella y que cada vez que la veía, se quedaba embobado mirándola, como si todo a su alrededor se borrara. Y fue eso lo que ocurrió aquella tarde de verano. Él solo vio su pelo negro rizado, el rostro perfectamente dibujado y su cuerpo de diosa caribeña moviéndose al compás del bolero que salía de la vieja radio como una caricia.
Sergio también salió de la ferretería y corrió a socorrer a su amigo. “Te lo dije, mi hermano, se maneja mirando al frente. Espero que cuando te saque de ahí no te hayas cagado en los pantalones, que hay damas delante”. Agustín solo la miraba a ella, con esa súplica permanente que casi siempre se instala en los ojos de los que sufren por amor. Rosario lo recuerda ahora y sonríe. Han pasado más de cincuenta años. Su hermano vino a decirle un día que Agustín se iba a casar con una mujer que se parecía físicamente a ella. Que tal vez se iban a vivir a Miami. Se había resignado. Sabía que Rosario amaba a Felipe y que pronto se casarían. No podía entenderlo. Ella era hija de un concejal, dueño de una finca y varios negocios en el pueblo, y él era un pobre pescador del barrio humilde de Surgidero. Pero eso a Rosario no le importaba. Lo vio por primera vez un domingo en la playa y desde ese día supo que tendría que convencer a su padre para que no insistiera más en casarla con el viejo rico que andaba rondándola como un perro de presa.
2 comentarios en “Una linda guajirita”
Muy bonito Belkys, y que gusto saber que tengo una pintura de Felipe. Ya sé un poquito más de él.
Gracias, Piti!! Con ese lienzo ya has pasado a formar parte de nuestra familia y eso es para siempre!! Te hubiera encantado conocerlo, era todo un personaje. Un besito