Era alérgica a los ácaros, a la tecnología y a los hombres. Vivía en un iglú en Groenlandia, sin mobiliario y sin aparatos electrónicos. Dormía en el suelo y se cubría con una manta hipoalergénica. Solo un oso polar que merodeaba por allí aliviaba su soledad. No toleraba la lactosa ni el gluten ni la ambigüedad de los seres humanos. Con el tiempo, empezó a rechazar su propio cuerpo. Dejó de comer, de beber, de soñar, de sentir. Libre de alérgenos, de otros hombres y de sí misma, vaga junto al oso por un desierto blanco y aséptico. Nunca más ha vuelto a padecer de rinitis alérgica.
Belkys Rodríguez Blanco ©