Mientras caminaba por la acera del malecón canturreaba aquel bolero mítico con el que su abuela la acunaba. Las lágrimas luchaban por salir pero ella apretaba los puños con fuerza y, de esa manera, las mantenía a raya. La abuela ya no estaba y él tampoco. Ella le había dicho que los años le pesaban mucho y que necesitaba soltar lastre e irse de puntillas al otro mundo. Él estaba comprometido y se quedaba en el lugar de los vivos, pero ya no podría volver a verla.
Amalia se sentía sola aquel domingo de otoño. El cielo estaba encapotado y se preparaba para la llegada de un ciclón. Se sentó en el desgastado muro mirando hacia la fortaleza que custodiaba la entrada de la bahía. Unas finas gotas comenzaron a lamerle el rostro. Ella no hizo ademán de marcharse. Necesitaba que la lluvia le aclarara los pensamientos. Al cabo de una hora, la sirena de un barco la sacó de su ensimismamiento, saltó del muro y echó a caminar.
“Alza la cabeza, Amalia; camina derecha que pareces una caña brava jorabá, muchachita. Nada de lágrimas, eso no resuelve los problemas. Date tu valor, mija, que ellos vienen de gallitos finos y al final una es la que pierde. Cierra las piernas y abre bien los ojos. Tú vales mucho, mi florecita. Mejor sola que mal acompañada. Canta, Amalia, que tienes una voz bonita. Sonríe, aunque el dolor te esté comiendo las entrañas”. La abuela tenía toda la razón, pero ella era porfiada como una mula. Lloraba siempre, escribía poemas a escondidas y dejó entrar en su lecho y en su corazón a más de un sinvergüenza.
Con él fue distinto. A pesar de que ella desplegaba sus encantos, jamás la tocó. Escribía poemas y cantaba boleros en un bar de mala muerte de la capital. Aquella voz melodiosa recorría su alma de punta a punta. Se quedaba alelada mirándolo, mientras el hielo del mojito se iba deshaciendo. Y deshecha se quedó Amalia la noche que intentó besarlo y él la rechazó. Ese día estaba especialmente hermosa. Su pelo castaño y ondulado parecía un mar aguijoneado por la tormenta. Sus ojos grandes y profundos se perdieron en la timidez de la mirada del hombre. “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”, canturreó ella con el vaso en la mano. “Usted me desespera, me mata, me enloquece y hasta la vida diera por perder el miedo de besarla a usted”, cantó él a capella, sin dejar de mirarla. Luego, le dio la espalda y salió del bar y de su vida para siempre.
Fue la última vez que lo vio. La ciudad adormilada era su única compañía ahora. Una llovizna pertinaz comenzaba a empapar el cuerpo de la muchacha. Del otro lado del muro, el mar encrespado luchaba por alcanzar la acera y los pies descalzos de Amalia. Los nubarrones taparon hasta la última estrella de la noche habanera. Ella cantaba otra vez un bolero mientras la lluvia y la noche se iban tragando la silueta de una mujer que navegaba a la deriva.
Belkys Rodríguez Blanco ©