A Joaquín Nieto por devolverme las nubes de mi infancia.
Era un niño enfermizo por eso se acostumbró a contemplar los nubarrones desde la ventana. Mientras sus amigos correteaban semidesnudos bajo el aguacero, él se conformaba con estirar el brazo para sentir la frialdad de la lluvia sobre su piel blanquecina. El olor a tierra mojada lo aliviaba mucho más que todos los remedios que le daban para mitigar el asma.
En sus dibujos siempre había nubes. Los torpes trazos daban vida a lo que parecía un zoológico celestial. La nube con forma de elefante era su favorita. La trompa de uno se unía a la del paquidermo vecino y formaban un gran corazón que palpitaba en su propio pecho. Con los ojos cerrados amasaba con deleite aquellos algodones de azúcar gigantes que al presionarlos un poco, dejaban un charco de agua sobre el suelo de la habitación.
Cuando la crisis de asma le vetaba la posibilidad de esa bocanada de aire fresco, Mario volvía a cerrar los ojos con firmeza e imaginaba que podía sobrevolar mares y océanos subido en la nube con forma de gaviota. Una ráfaga de aire salpicado de pequeñísimas gotas de rocío dilataba sus bronquios y le devolvía la vida. Aliviado de la presión en el pecho, abría los brazos, sonreía y le pedía a la gaviota que lo llevara de vuelta a casa.
El día de su cumpleaños, cansado de tanto encierro, Mario se escapó de casa y se unió a la fiesta de sus amigos en una calle por donde corría el agua como un río impetuoso. Ramas caídas, barcos de papel, enseres domésticos y un sinfín de objetos eran arrastrados por el torrente, coloreado ahora por la tierra roja del pueblo. Arriba, los nubarrones prietos como trozos de chapapote auguraban la llegada de un huracán. El niño asmático, hechizado por una nube con forma de barco, se agarraba fuertemente al mástil mientras ordenaba a sus marineros poner proa al horizonte para esquivar la tormenta. Empapados y felices, los chiquillos observaban boquiabiertos cómo el viento comenzaba a amainar y un cirrus con forma de colibrí desplegaba sus inquietas alas sobre el cielo, ahuyentando a los nubarrones grises con su aleteo y convidando al sol a aquella singular fiesta de cumpleaños.
Belkys Rodríguez Blanco ©