Tanto calor aplasta las palabras, las fríe hasta convertirlas en chicharritas carbonizadas. El teclado me mira con desdén, bosteza y cierra los ojos. Sueño con aquella charca bajo el faro, a la sombra de la lava milenaria. Allí las piedras son un remanso de frialdad y el mar del otro lado del acantilado salta y me salpica la punta de la nariz. El salitre me lame la boca. Desaparezco bajo el agua fría y desde el fondo te veo sonreír y veo también a mi perra saltando sobre los charcos. Se sacude y unas pequeñísimas gotas me refrescan la cara. Te hundes el sombrero hasta las cejas y miras al horizonte. Hay un par de cangrejos aferrados a las rocas. Dos gaviotas se precipitan sobre la espuma. El pescador se seca el sudor y espera paciente. Implora la agonía del sol. Los peces se alejan buscando la sombra de los abismos. La marea sube y deja estas palabras enredadas como algas en mis tobillos.