Mirando el mar desde la ventana de la residencia, Juan Manuel se acordó de Teresa y lo contó en unos pocos versos. Ahora tiene más de ochenta años, pero las metáforas sobreviven al tiempo y al destino. Tienen una especie de eternidad en su esencia. Recuerda que eran muy jóvenes y ella ya estaba comprometida, sin embargo lo miraba con disimulo en el patio del colegio. Él garabateaba estrofas en su mente y repetía el nombre de la muchacha, hasta que el cansancio le pesaba en los párpados y caía rendido sobre el libro de matemáticas. En sueños volvía a escuchar su risa; veía con asombrosa nitidez las cintas en su pelo, las miradas furtivas y la falda de color azul. Ella se acercaba flotando, envuelta en una neblina de encanto sublime. Él tenía una flor en la mano, pero la timidez le impedía dársela. La mirada intensa de ella se le colaba hasta el tuétano y entonces despertaba sudoroso, turbado, con el aroma a flores silvestres pegado a su piel. Aquella tarde, ella agitaba la mano detrás del cristal de la ventanilla del autobús. Le sonreía, sin embargo su mirada tenía algo de pajarito asustado. “Está comprometida, pero tú eres el que le gusta, poeta”, le decía su mejor amigo. Juan Manuel lo sabía y también supo ese día que no volvería a verla.