El encierro

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Lloraba por dentro porque desde que cumplió la mayoría de edad decidió cerrar sus párpados al mundo. “¿Cómo puede una mujer hermosa contar tantas desgracias en una sola edición del telediario?», se preguntaba mientras iba clausurando una a una las ventanas y las puertas de su casa. Se sumió en la más profunda oscuridad, se le inundó el alma de un líquido amargo y los sentimientos flotaban a la deriva en un mar infestado de criaturas deformes. Caminaba encorvado, con el peso de cada desdicha sobre su espalda y el agua escurriéndose por los poros. A pesar de los comentarios de la gente sobre algún tipo de desorden mental y otras conjeturas, se mantuvo firme en su decisión. En unos pocos meses perdió la capacidad de razonar. Dejó de comer, quemó todos los libros y periódicos  y ni siquiera se enteró del apagón analógico. Las últimas ideas coherentes habían muerto ahogadas y la masa encefálica se le fue ablandando y pudriendo sin remedio. La piel, cada vez más delgada y blanquecina, se le desprendió de los huesos ante la mirada atónita de aquellos que no podían entender semejante desatino. Nadie pudo hacer nada por el muchacho que al llegar a la mayoría de edad clausuró sus párpados y las ventanas y prefirió que sus lágrimas le maceraran el alma y los pensamientos antes que seguir soportando a aquella mujer de facciones perfectas, ojos azules y trajes caros mirándole a los ojos y contándole con voz angelical las calamidades que iban engullendo sin piedad las entrañas del mundo.

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