Avanza con paso cansino por el viejo muelle. Las piedras se incrustan en sus pies callosos. Las olas se acercan mansas y los lamen igual que lo hace su perro cuando él llega a casa y se quita las pesadas botas que usa para la labranza. Ignacio nació en el campo, sin embargo prefiere ir a contarle sus penas al mar. Hace dos meses que ella dejó este mundo y se fue a ese sitio paradisíaco del que hablaba en su agonía. Él está seguro de que allí es feliz porque vive entre los espíritus del bosque y tiene alas de mariposa monarca, la misma que se posa cada amanecer en el alféizar. Observa con desdén los avíos de pesca. El perro duerme a su lado. No recuerda cuántos años tiene, muchos, como él. Un día también se irá y ese pensamiento le provoca una punzada en la boca del estómago. Se pasa la lengua por los labios resecos y unas gotas minúsculas bajan por la garganta como agua bendita. La sal lo espabila. Se levanta y a lo lejos le parece vislumbrar pétalos rojos sobre las olas. O tal vez sean alas de mariposas que coquetean con las corrientes. Su vista cansada suele jugarle malas pasadas. Cierra los ojos y el perfume de ella le acaricia la barba de varios días. Cada mañana le pedía que le alcanzara el frasco de Flor de Naranjo y que le trajera rosas rojas. Antes de que las pusiera en agua, le decía que las deshojara y las esparciera sobre la sábana que la cubría. “Prométeme que irás siempre al viejo muelle a llevarme pétalos de rosas rojas, Ignacio”, le pedía casi en un susurro antes de que su voz se quedara acurrucada en los suspiros. Pero hoy tenía el alma rendida y no fue como cada tarde a la floristería. Agarró los avíos de pesca, llamó al perro y se encaminó al muelle. La marea sube y le moja los pantalones raídos. El perro se despierta y lo observa con la mirada profunda y agradecida de siempre. Ignacio vuelve a otear el horizonte y allí los ve otra vez, flotando sobre la espuma, cientos de pétalos o alas de mariposa, a él le da igual. Se sumerge y el agua fría acaba de espabilarlo. Nada despacio hacia la mancha roja que sube y baja al compás de las olas. El perro ladra desesperado y parece que está a punto de lanzarse tras el amo. La pleamar se aferra al muelle y cubre los escaramujos filosos y obstinados. El ladrido del perro se convierte en un gemido lastimero. Ignacio vuelve el rostro por última vez y alza el brazo para saludar a su compañero. El mar comienza a teñirse de un rojo intenso que se funde con cientos de pétalos que se va tragando el horizonte.