Barco de papel

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La lluvia le indica siempre el camino de vuelta a la calle de su infancia. Y si llueve a cántaros, mejor. Las aguas suben hasta los tobillos, agarra su capa naranja, las botas plásticas y se va a chapotear por el barrio. Su madre no puede saberlo. Dice que se pone mala de la garganta, pero eso no le importa. Ella  solo quiere que las gotas le empapen el rostro, ver los árboles del parque reflejados en los charcos e imaginar que puede caminar sobre el cielo. Busca los periódicos viejos que guarda el abuelo debajo del colchón y fabrica un barco. Justo en la proa se fija que hablan del hambre y las guerras tribales en África. La noticia de la popa tampoco es  halagüeña: un incendio forestal engulle todo un bosque de castaños y pinos en un parque natural. Corre entonces a refugiarse en la bodega del velero. Allí se reconcilia con la quietud, rota de vez en cuando por la voz de su madre, el bullicio de los chiquillos jugando en la calle, y el sonido de un trueno que estremece la línea del horizonte.

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