El viento dejó de ser un susurro y arremetió contra las calles, las aceras, los techos y los árboles centenarios del parque donde él solía ir con el abuelo cada domingo. Unos hablaban de tormenta, otros decían que era el peor huracán que azotaría la isla en cientos de años. Le preocupaban los gorriones, las mariposas, las lagartijas, los grillos, los cocuyos, los perros callejeros y los gatos que se refugiaban cada noche en el falso techo de la casa del abuelo. “Solo las ratas y las cucarachas se ahogan porque son bichos malos, Felipito”, le aseguraba el anciano y luego acariciaba el rostro compungido del niño. Pero él soñaba con un gran refugio, una especie de arca de Noé construida con maderas tropicales, donde cada animalito pudiera encontrar cobijo y cariño. Todavía sueña con el abuelo marinero, la casita de madera y tejas, las historias de la guerra, los chicos del barrio, el trompo y los patines de cuatro ruedas, los ciclones que castigaban cada año el pueblito costero, las botas plásticas y el chapoteo en el agua colorada que inundaba las calles. Pero los barcos de papel se hundieron entre trozos de hielo que flotan ahora en un mar desteñido y ajeno. El abuelo no ha venido hoy a acariciarle el rostro como lo hacía cuando él soñaba con su arca mágica mientras los truenos reventaban los tímpanos del cielo. Felipe intenta esbozar una sonrisa mientras observa las montañas nevadas y el cielo encapotado a través del ventanal. Muy lejos de allí, bajo un cielo cálido, el viento vuelve a vapulear los recuerdos y arremete sin piedad contra las calles, las aceras y las casas de madera de su pueblo marinero.