Hoy he amanecido con el “moño virao”. Así decía mi abuela, la que tiraba los caracoles intentando enmendar el pasado y mejorar el futuro. Eso quiere decir que estoy de muy mal humor. Anoche, mi compañero de habitáculo metió una fulana en la habitación sin mi consentimiento y estuvieron hasta las tantas bebiendo, riendo y escuchando reguetón a todo volumen. Dice que la conoció en una página de citas que se llama ‘Fantasmas online’. Y, hablando de eso, no he olvidado que les debo la segunda parte de aquella historia que comencé a contarles la semana pasada…
Aunque comenzó a caer una pertinaz llovizna, me quedé hasta que la señora mayor pronunció la última palabra y su rostro se convirtió en una mueca. Todavía se me hiela la sangre al recordarlo. Sí, algo queda todavía en mis venas traslúcidas. Resulta que la tal Laura conoció a un guapetón de ojos verdes que le quitó el hipo crónico. Vio que la había metido en el saco de ‘Favoritas’ y le luego le envió un ‘Flechazo’. Ella sintió un calor en la entrepierna y comenzó a sudar. Se contuvo y esperó a que él le mandara el primer mensaje.
Parecía un tipo educado. Primero le pidió una foto de los pies y luego le preguntó si comía carne cruda. Le advirtió que no le gustaba el WhatsApp y que le encantaban las croquetas, las de toda la vida. Coleccionaba libros en miniatura en todos los idiomas, hasta en sánscrito y también rascadores de espalda. Tenía un total de 675, de 71 países. Había estado a punto de entrar en el Récord Guinnes, pero un malayo lo había superado en número de rascadores y países. Eso no lo desanimaba, así que lo seguiría intentando.
Aunque el hombre no hablaba latín, lo entendía perfectamente. También tenía una Biblia en miniatura. Se la había comprado un amigo en el Vaticano. A él no le gustaba viajar, para eso se había inventado Internet. Se sentía conectado con el mundo y, sobre todo, con Amazon, el lugar ideal para satisfacer todos sus caprichos. Nada de reguetón, ni fiestas, ni demasiadas salidas a cenar fuera. Era un tipo muy austero. Mozart y Beethoven eran sus músicos favoritos. Por lo demás, se consideraba una persona normal y buena gente. Laura, recelosa, no le dio muchos detalles. Incluso, en la foto de perfil aparecía muy abrigada y con gafas oscuras.
Aburridos del chat, quedaron en una cafetería, en un centro comercial abarrotado de gente que compraba compulsivamente, a las tres de la tarde. El amigo psicoanalista andaba merodeando. Si algo no le cuadraba, ella le enviaría un WhatsApp y él la llamaría para decirle que estaba en el servicio de Urgencias al borde del ictus. Pero, Augusto le pareció bastante normal y simpático, a pesar de ciertos gustos estrafalarios. Alto, moreno, fortachón, ojos verdes, manos grandes y labios gruesos. Laura estaba tan embobada analizando cada detalle del Adonis que, en algún momento, dejó de oírlo y comenzó a imaginárselo desnudo. De repente, sacudió la cabeza como si temiera que el hombre adivinara sus pensamientos y se puso colorada. Él sonrió y después de soltarle un par de piropos, le dijo que su casa estaba cerca, que había dejado un solomillo en adobo y que le prepararía una cena inolvidable. Ella, como poseída por aquellos ojos verdes, de mirada serena, como los que describían el bolero de los tiempos de la abuela, movió la cabeza en señal de aprobación.
Camino a la casa de Augusto, Laura le envió un mensaje a su amigo: “Me piro. El tipo no me gusta nada. Feo como el demonio y bastante vulgar. Tienes razón, esto de las redes es una pérdida de tiempo. Nos vemos mañana. Besos”. Lo que sucedió después, lo leyó toda la ciudad al día siguiente en la sección de ‘Sucesos’ de la prensa local. Los vecinos del barrio de Vegueta, donde tenía su domicilio el ciudadano A.P.R., escucharon ruidos extraños y gritos procedentes de la vivienda y llamaron a la policía. Un olor a carne chamuscada se había extendido por todo el vecindario.
Varias mujeres habían desaparecido en la zona y las autoridades ya sospechaban del sujeto que quedó registrado en los récords policiales como el Coleccionista. Cuando llegaron a la vivienda tuvieron que echar abajo la puerta. Habían llegado demasiado tarde. El hombre estaba sentado en la mesa del comedor y se disponía a descorchar una botella de Lambrusco. Sobre el mantel de seda, en un plato de porcelana china, perfectamente colocada, estaba la cabeza de una mujer pelirroja. Todavía tenía el horror reflejado en la mirada y una zanahoria metida en la boca. El hombre, impertérrito, les hizo un gesto invitándolos al banquete. De fondo sonaba a todo volumen ‘Himno a la alegría’.
Esta vez no he metido ningún dedo en la tecla equivocada. Me despido por ahora de ustedes y de la Underwood. Ha regresado la jaqueca. Jamás me meteré en una página web de citas, lo juro por los caracoles de mi abuela Gelasia.
Ángela Vicario
Foto: Pixabay