El Coleccionista

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No salgo de una para entrar en otra, como diría mi abuelita. Debe de ser ese asunto escabroso de la menopausia y su baile de hormonas desequilibradas-las fantasmas también la padecemos-; en fin, por mucho que intento mantenerme al margen de los chismorreos de este barrio, siempre llega a mis oídos alguna historia terrorífica, susurrada tal vez por un espíritu maligno y, claro, vienen acompañadas de calores, insomnio, jaquecas…Bueno, otra vez me distraigo y me voy por las ramas…

Resulta que, mientras paseaba tranquilamente por la calle Gacela, una vecina le contaba a otra que habían publicado en la prensa local la noticia sobre algo terrible sucedido a una chica joven que vivía a solo dos calles más arriba. Me quedé paralizada, más suspendida en el aire que nunca y con la oreja a punto. La mujer de más edad aseguraba que los amigos se lo habían advertido más de una vez a la pobre muchacha, pero era más porfiada que una mula en celo.

“Cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, seguía hacia adelante, lanzada como un tren sin frenos y sin conductor. Ciega, sorda y muda como dice la letra de esa canción que estuvo muy de moda. Así era Laura: apasionada, más bien incendiaria y, claro está, se encontró ese día con el pirómano de turno”, decía a voz en cuello la señora. “Por eso le digo a mi nieta y te lo digo a ti, mi niña, nunca te metas en esas páginas de citas que hay en Internet. Eso lo maneja el diablo”, sentenció.

Mi voz interior me decía: “Ángela, sal pitando que ahora viene lo peor”. Pero, si lo hubiera hecho, no tendría material para publicar en esta revista. Al parecer Laura tenía un amigo psicoanalista que la aconsejó más de una vez que no cayera en la tentación de las redes sociales, pues la mujer había vivido historias variopintas y rocambolescas. En esta ocasión, ella se quedó en silencio, puso cara de mosquita muerta y le prometió a su amigo que lo intentaría por última vez. Con la vena de la frente a punto de reventar, él le largó que hiciera lo que le diera la gana, que advertida estaba, que guerra avisada no mataba soldados, que no volvería a darle consejos, que seguro le tocaría un psicópata, que aquello era la cueva de Alí Babá, que dejara las cosas al universo… Ella sólo asintió, le dio dos besos y se fue corriendo a su casa a encender el ordenador.

Se dijo a sí misma que esta vez buscaría una web distinta, con clase. La anterior, tal y como le había comentado su amiga Marta, era el carrusel de los horrores. Parecía que aquellos tipos se habían escapado de un hospital psiquiátrico. Y ni qué decir de los mensajes que le enviaban. Frases soeces y llenas de faltas de ortografía. No había por dónde agarrarlos. Esta, en la que acababa de darse de alta, parecía diferente: ‘Solteros elegantes’ se llamaba y una chica con sonrisa Colgate anunciaba que allí encontraría la pareja perfecta, el hombre de sus sueños. Pensó en un seudónimo e inició la búsqueda. Laura no sabía que acababa de firmar su sentencia de muerte…

Sepan ustedes que soy un fantasma con pocos recursos económicos y no me puedo permitir un ordenador, así que, estoy escribiendo esta historia en una vieja máquina Underwood que me prestó mi compañero de habitáculo. Esto es realmente agotador, pues a veces meto el dedo en la tecla equivocada y tengo que hacer magia para corregir lo escrito. De hecho, me acaba de suceder, así que, antes de que la frustración me provoque un sofoco, prefiero contarles el resto de la historia la próxima ocasión.

Ángela Vicario

Foto: Alexander Sinn

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