A veces sueño con el mar y el viejo muelle y los peces con nombres caribeños. Imagino que llueve a cántaros, que las nubes forman un amasijo de pensamientos, de recuerdos que relampaguean en la línea del horizonte y el agua limpiando los tejados envejecidos. Nada de tijeras ni tenedores porque dice la abuela que eso llama al trueno. Sueño con las manos de mi madre acariciándome el pelo: cabellos rubios de niña traviesa, que sostiene entre sus manos el libro La Edad de Oro. Pilar que quiere darle sus zapatos a la niña enferma y la mariposa que vio desde su rosal, guardados en un cristal, los zapaticos de rosa. Poemas y música hasta las tres de la madrugada, mientras la lluvia golpea la ventana como si quisiera tragarse la noche y los versos. Cierro los ojos y veo el limonero y las gatas paridas en el tejado. Abuelo me grita que no me suba en esa vieja escalera, que te caes, muchacha. Pero la niña es testaruda y trepa sonriente y acaricia las crías que todavía tienen los ojitos cerrados. Sueño con las olas mojándome los dedos blanquísimos, con las toninas que danzan ajenas al bullicio muy cerca del puente de madera. Hay caracolas en la orilla, de esas que reproducen la algarabía de los niños una tarde calurosa de domingo. Sube la espuma hasta la frente, me refresca, me arranca de un zarpazo la nostalgia y me devuelve las caricias lejanas, los aguaceros y cada trocito de ausencia.