Ángela y el Caballero II

El Caballero de París

No puedo dejar de pensar en el Caballero de París y su infortunio. Aquella noche, cuando la música se consumió junto con las velas, me quedé quieta escuchando la voz dulce de un espíritu que todavía suspiraba por un amor frustrado. Pensé que a los fantasmas se nos secaban los lagrimales y solo nos quedaban los vagos recuerdos de las llantinas y los correspondientes mocos que arruinaban un sinfín de pañuelos. Estaba equivocada. Era tanta la pena del Caballero que dos lagrimones bajaron por mis mejillas y fueron a parar a lado de la rosa blanca que reposaba medio marchita en mi regazo. “La vida ha sido muy injusta conmigo, Ángela. He recorrido medio mundo buscando su alma sin resultado alguno”, dijo apesadumbrado el gallego habanero.

En ese instante, me arrepentí de haberle pedido que me contara una historia de la ciudad que lo había acogido. Mientras hablaba me dio la impresión de que se volvía más etéreo y por un momento pensé que desaparecería tragado por la melancolía. Todas las tardes, a la misma hora, pasaba bajo la ventana de su amada y la encontraba cerrada a cal y canto. Esperaba paciente para ver si Lucía se asomaba y le regalaba al menos una sonrisa o un leve gesto de complicidad. Sin embargo, allí solo encontraba silencio y ausencia. En algún momento pensó que todo había sido fruto de su imaginación y la desesperación se convirtió en un animal peligroso que comenzó a acecharlo día y noche.  

Intentó hablar con varios vecinos, pero a todos se les reflejaba el miedo en el rostro cuando mencionaba el nombre de la muchacha. Saber qué le había sucedido a Lucía se convirtió en una obsesión. El Caballero pasaba horas de pie frente a la ventana, con una rosa en la mano y un libro de Bécquer en la otra. Hasta que una tarde lluviosa y fría de diciembre, cuando estaba a punto de marcharse, vio salir del portal a una mujer bajita y de rostro enjuto, vestida toda de negro. Al advertir su presencia, Úrsula se giró lentamente y lo observó un par de segundos. En su boca marchita se dibujó una sonrisa desabrida y, acto seguido, un relámpago alumbró el cielo habanero. “Lárgate, maldito. La niña ha muerto por tu culpa. Pájaro de mal agüero”, masculló la vieja y luego largó un escupitajo en la acera.

Ángela y el Caballero. Foto: El Español

José María reconoció la voz del Ángel Exterminador. Se fijó en las manos huesudas de venas grotescas que intentaban abrir un paraguas a juego con el vestido. Otro relámpago cruzó el cielo como una serpiente escurridiza. Confuso y empapado de pies a cabeza, le hizo un gesto a la mujer para que se detuviera pero, ágil como un venado en la campiña, ella le dio la espalda y cruzó la calle a toda velocidad mientras se persignaba. “¡Dios mío, ha muerto! Mi Lucía, el amor de mi vida. ¡No puede ser!”, exhausto y sin aliento, el Caballero se dejó caer de rodillas en la acera mojada. El libro y la rosa se escurrieron de sus manos temblorosas y fueron engullidos por el torrencial aguacero.

Un buen samaritano se acercó al hombre que lloraba desesperado en una acera de la calle Obispo. Intentó consolarlo pero fue inútil. Una semana entera pasó José María sentado bajo la ventana de su amada difunta. Los vecinos, preocupados, llamaron a la policía y a la casa de socorro. Nadie pudo moverlo de allí. “El Ángel Exterminador me arrebató al amor de mi vida”, repetía como una letanía. Nadie entendía qué le había podido suceder a aquel pobre hombre que lloraba y señalaba la ventana cerrada de una casa en ruinas. Hacía más de cuarenta años, la hija menor de la señora Úrsula había muerto allí en extrañas circunstancias. La madre y sus otras dos hijas abandonaron la casona habanera y se trasladaron a la ciudad de Santiago de Cuba. En el barrio se comentaba que doña Úrsula había muerto de pena un año después de aquel fatídico suceso.

Ángela y el Caballero

El Caballero agarró con delicadeza la rosa mustia que yacía en mi regazo, la besó tiernamente y se alejó de mí cabizbajo. No he vuelto a tener noticias suyas. Sin embargo, hace un par de días, mi compañero de habitáculo me trajo un paquete que habían dejado para mí junto a la puerta principal. Delicadamente envuelto en papel celofán rojo había una edición príncipe de “Cecilia Valdés”, de Cirilo Villaverde. Dentro encontré una nota escrita con esmerada caligrafía: “Para Ángela, con amor, otra historia habanera”.

Ángela Vicario

Si quieres leer la primera parte de esta historia, pincha en este enlace: http://mujerentreislas.com/angela-y-el-caballero/

Fotos: El Español/Hypermedia

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