La caña de pescar era un pretexto. Sabía que los peces jamás se acercarían a esa orilla donde el mar mordía con saña las rocas. Durante un día aciago hacía miles, tal vez millones de años, algún volcán despechado había escupido lava sin misericordia sobre aquellas costas. El hombre se sentó sobre una roca plana y oteó el horizonte. Ninguna isla a la vista, solo un par de gaviotas que planeaban hambrientas sobre su cabeza. Ni ballenas ni delfines ni veleros. Estaba solo frente a un océano grisáceo que ondulaba con vehemencia y luego lanzaba a ciegas la espuma contra las piedras.
El viento castigaba su pelo blanco. El hombre se aferraba a la vara como si fuera su tabla de salvación. El único pez despistado que pasó por allí fue engullido por la voracidad de las gaviotas. Él se quedó embobado observando el vuelo de aquel animal que podía divisar el alimento desde una gran altura. Envidió sus alas y no su sentido de la vista. Cerró los ojos y saboreó el salitre incrustado en los labios. Una fina llovizna mojó su camisa descolorida. El invierno estaba a la vuelta de la esquina y muchas aves marinas se marcharían a sitios más cálidos. El hombre volvió a pensar en las alas y no en el alimento.
Una ráfaga de viento frío le arrebató la caña de pescar. Pero él se quedó aferrado a su recuerdo como un niño a la mano de su padre ausente. Sabía que estaba solo a merced de las corrientes y del arrebato de las olas. Las gaviotas también se habían alejado persiguiendo un pez volador. Definitivamente estaba solo, la camisa hinchada como una vela raída, la vista clavada en la escurridiza línea del horizonte. Divisó un barco que navegaba hacia un punto cardinal desconocido. El hombre no tenía brújula ni timón ni rumbo. Solo una vara que ahora flotaba hecha añicos, abandonada a su suerte. El pescador, abatido y con el estómago vacío, se alejó cabizbajo pensando ahora en la porfía del mar y en la mansedumbre de las rocas.
Belkys Rodríguez Blanco ©