El verdugo

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Disfrutaba con el lamento y las súplicas de los condenados a muerte. Le excitaban el olor a orín y a excrementos. Necesitaba el gentío a su alrededor para ejecutar la sentencia. Los gritos de la multitud le producían placer. Al caer, el convicto no se estrangulaba de golpe. Se quedaba apenas suspendido de la horca y el sufrimiento era feroz, prolongado. Esto le despertaba al verdugo un cosquilleo de satisfacción mientras la multitud chillaba eufórica. Era el hombre letal por antonomasia
Pero aquel invierno, víspera de Navidad, la criatura encorvada, de manos temibles, se encontró con los ojos diáfanos de la rea, condenada a muerte por envenenar a su marido. Los alaridos de la muchedumbre se quedaron en silencio. Solo se escuchaba el sollozo lastimero de una niña que, en primera fila, se aferraba al vestido sucio de una anciana. William apartó la mirada de la mujer y buscó instintivamente los ojos de la niña en la plaza. Eran los mismos.
“¡Termina de una vez!”, le gritó la mujer apartando de un soplido los rizos que importunaban su frente. Pero aquel hombre corpulento, de casi dos metros de estatura y rostro agujereado por la viruela, retrocedió por primera vez en veinte años ejecutando reos. “¡Acaba, cerdo!”, volvió a pedir con voz ronca la mujer, y luego escupió con rabia sobre el tablado. Pálido, William no movió un solo músculo. La niña de la plaza avanzó hacia el patíbulo, extendió tímidamente el brazo y le ofreció una rosa blanca. El verdugo le sostuvo la mirada, abrió la mano que tantas vidas había segado y aceptó la flor. La nieve comenzó a teñir de blanco las viejas y doloridas tablas del cadalso.

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