Cuando Amanda tomaba helado le daba la punzada del guajiro, igualito que cuando él la miraba. Era un dolor agudo y penetrante que la aguijoneaba desde el cuello hasta la cabeza. Eso solo le sucedía a la gente de campo que, sin costumbre de beber cosas frías, las tomaban muy rápido y luego sufrían el enfriamiento. A ella, además, se le nublaba la vista y le sudaban las manos. Sin importarle la desagradable sensación, cada tarde Amanda se acercaba al puesto del heladero y pedía un sorbete de mango. Sabía que él estaría merodeando por allí, junto a todos los que suspiraban por ella.
Nadie lo entendía. Julio era feo como el culo de una gallina prieta. Tenía la nariz ganchuda y los ojos saltones. Era flaco y desgarbado y, para colmo, tenía la cara llena de granos. Amanda, en cambio, era hermosa como una noche estrellada en la campiña. Alta y morena, parecía una diosa criolla, de esas que cuando exhibían sus curvas por las calles del pueblo le quitaban el hipo al más pinto de la paloma.
Los muchachos del barrio se peleaban por ella. A más de uno tuvieron que llevarlo al policlínico con un corte en la mejilla. Amanda era la manzana de la discordia y, en su fuero interno, eso le gustaba. “Demasiados gallitos revoloteando cerca de ti, y todos desplumados”, le decía su abuela, una mujer de campo que se las sabía todas. A los cuarenta años ya había enviudado tres veces y parido nueve hijos. Los hombres del pueblo huían de ella como el diablo de la cruz. Decían que tenía un carácter endemoniado y que sus tres maridos habían muerto en extrañas circunstancias.
Amanda se quedó huérfana a los cinco años y su abuela la acogió en la casona de la finca El Sopapo. Todos recalaban allí: hijos, nietos y bisnietos. Doña Esperanza hacía el mejor arroz con pollo de toda la provincia Habana. Decían que sus caldos eran capaces de resucitar a los muertos. A todos, menos a sus tres maridos difuntos. A sus casi ochenta y ocho años, trabajaba en el campo de sol a sol y cocinaba cada día para un regimiento. Amanda era la niña de sus ojos. La anciana cuidaba a su nieta igual que una perra recién parida a sus cachorros. En sus sueños la veía casada con un concejal o un banquero. La muchacha, inteligente y hermosa, era la esperanza de la familia.
Dice la canción que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Un domingo de verano, Amanda se acercó al puesto de helados como casi todas las tardes. Había tanto calor que ni los pájaros cantaban. Una calma chicha envolvía al pueblo y el sol derretía el asfalto. Como siempre, pidió su sorbete de mango. Frente a la heladería revoloteaban como zánganos más de diez adolescentes del barrio. Entre ellos estaba Julio, el Cara de Baches, mirando embobado a la muchacha. Amanda cruzó la calle y se acercó al grupo. Todos se callaron y aguantaron la respiración.
La diosa criolla enfiló hacia Julio que en ese momento temblaba como un flan. Sin pensárselo dos veces, lo besó apasionadamente en los labios. Él sintió cómo un trocito de helado con sabor a mango madurito se colaba entre sus dientes apretados y bajaba por su garganta. Ante las miradas atónitas de los chicos, Amanda lo cogió de la mano y lo invitó a dar un paseo. El muchacho, mudo y con los ojos fuera de sus órbitas, se puso muy pálido y cayó al suelo como un pollo al que le han retorcido el pescuezo. Ella, avergonzada y ofendida, le dio la espalda y salió corriendo. En la salida del pueblo tuvo que parar para recuperar el aliento. Todavía llevaba en la mano el barquillo con un trocito de helado prácticamente derretido. Lo tiró al suelo con rabia y encaminó sus pasos a la finca El Sopapo.
Un par de años después, en la noche de bodas, Julio le confesó a su mujer que aquella fatídica tarde de verano había sufrido un desmayo por culpa de la punzada del guajiro. Cuando el trozo de sorbete llegó a su garganta le produjo tal dolor que se quedó sin aliento y cayó al suelo como un pollo derrotado. El destino se había burlado de los sueños y los deseos de la abuela. Amanda se casó con el muchacho más feo del pueblo. Ni concejal ni banquero. Julio había sido pescador y ahora tenía un pequeño puesto de sorbetes frente a la glorieta del parque del pueblo de San Antonio. La abuela murió por culpa de un atracón de helado de chocolate dos meses antes de que se celebrara el enlace. Era la primera vez que probaba algo frío. Unos dicen que la mató el disgusto; otros que sus tres maridos vinieron a buscarla para hacerle un favor a la muchacha. Lo cierto es que una punzada en la garganta puede ser muy peligrosa. Solo los guajiros que se aventuran a probar un helado o un durofrío lo saben. Y si viene acompañada del amor o del resentimiento, peor todavía.
Belkys Rodríguez Blanco ©