Lucrecia y el Sol

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A la Mariposa se le mojaron las alas con el sereno. Desconcertada, pensó que nunca más podría volar. Lloró con los puños apretados y, entre sollozos y maldiciones, se refugió bajo los pétalos de un girasol. Ante tanta algarabía, el Sol se asomó por la línea del  horizonte y, mientras estiraba brazos y piernas, se dispuso a alumbrar la Tierra.

Tal parecía que aquel redondel perfecto había adivinado sus pensamientos, así que se acercó, la observó con el ceño fruncido y luego le hizo un guiño cómplice. “Despliega las alas, quejica. Debería abandonarte a tu suerte por haberme despertado antes de tiempo, pero olvidaré ese detalle y dejaré que mi  calor te devuelva el optimismo”. Lucrecia lo miró recelosa, con los cachetes rojos como tomates y dos lagrimones a punto de escaparse de sus ojos. La generosidad del Sol era infinita y ella acababa de descubrirlo.

Y las alas de Lucrecia se secaron. Se despidió de los girasoles que le habían dado cobijo y voló tan alto como siempre había soñado.  Decidió que nunca más volvería a llorar y a maldecir por unas alas mojadas. Estaba convencida de que incluso en los días grises, es posible que un rayito de sol se burle de los nubarrones y le devuelva  a una incrédula Mariposa como ella la capacidad de volar. La confianza de las Mariposas era infinita y Lucrecia acaba de descubrirlo.

Belkys Rodríguez Blanco ©

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