Nupcias en solitario

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Cansada de esperar por el amor de su vida, Iluminada decidió casarse de un modo poco convencional. Divertida, lo bautizó como “nupcias en solitario”. Sería una ceremonia muy austera. Dos damas de honor, unos pocos amigos y la madre de la novia que la conduciría al altar con lágrimas en los ojos.
El sacerdote, confuso e incrédulo, pensaba que aquella era una boda totalmente disparatada, o que estaba siendo víctima de una cámara oculta. Seguro que el novio aparecería en cualquier momento y él, aliviado, podría celebrar el enlace como mandaba el Señor. Sin embargo, sus esperanzas se desvanecieron cuando la melodía nupcial puso a temblar las paredes del templo y la novia avanzó sonriente y de blanco impoluto hacia el altar.
Iluminada se plantó decidida frente a don Jeremías y le hizo un gesto con la mano para que comenzara su discurso. El padrino, sosteniendo una cajita de color azul celeste, se colocó como pudo al lado de la novia. El aliento etílico del buen hombre hizo que el cura lo mirara con cara de pocos amigos, y se llevara instintivamente una mano a la nariz. Bastante tenía con casar a aquella chiflada consigo misma, como para tener que aguantar a aquel individuo que profanaba con su actitud la casa de Dios.

“Estamos aquí reunidos para unir en sagrado matrimonio a la señorita Ilumida de la Caridad con…” El sacerdote tragó en seco y alzó sus ojos a la inmensa cruz como si pidiera perdón al Cristo martirizado. “Consigo misma”, don Jeremías acabó la frase con una flema atascada en la garganta y el rostro pálido. “Se equivoca, señor curita. Esto que llevo en la caja no es un anillo como usted cree”, dijo tambaleándose y entre hipos el padrino. Acá mi sobrina no le gusta ese rollo convencional. Ella es un poco hippie y lo que hay aquí, dentro de esta caja tan bonita, es el que será su compañero sobre todo por las noches.” Acto seguido el tío de Iluminada le mostró al cura lo que escondía la misteriosa cajita azul celeste. Ante la  imagen del enorme vibrador, de color verde fosforescente, don Jeremías se llevó ambas manos al pecho y apretó con fuerza el crucifijo bendecido por el Papa. Iluminada soltó una carcajada, se acarició sin pudor ambos pechos y le guiñó el ojo izquierdo al párroco. “Sea breve, padre. Mi “amorcito” y yo tenemos prisa por irnos a la luna de miel”. A don Jeremías se le nubló la vista y cayó de bruces. Dos años después, sonríe al recordar aquella boda rocambolesca, mientras guarda cuidadosamente en el armario de la sacristía una cajita de color azul celeste.

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