Punto final

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Cuando llegó a la última página percibió una esencia que le era familiar. No podía recordar lo que había sucedido pero conocía aquel olor que ahora lo embriagaba. Instintivamente acarició la frase inconclusa y cerró los ojos ante el goce que le producía el contacto con el papel. El punto lo incomodaba bastante. Era un intruso que pretendía dejar el asunto zanjado cuando había un final pendiente. Casi con violencia lo agarró por el cuello y lo levantó en vilo. Aterrorizado, el signo de puntuación intentó zafarse de la cólera del hombre. Demasiado tarde. En unos pocos segundos caía desde una décima planta y se quedaba adherido al pavimento como un chicle aplastado por el neumático de un camión.

Libre de aquel inconveniente, Ignacio se propuso averiguar el origen de la fragancia. Dejó el libro sobre la mesita de noche y se dirigió al armario. Como un viejo sabueso fue oliendo sus camisas una por una. Si localizaba el olor sabría exactamente el día y el lugar del encuentro con la persona que le había dado el libro. Mientras avanzaba en sus pesquisas, el perfume se hacía más intenso. Maldita memoria. Era como si todo su pasado inmediato se hubiera borrado de un plumazo. Agarró la camisa a rayas casi con desesperación, la acercó a la nariz, aspiró profundo y el fuerte olor a salitre le taladró las fosas nasales.

Laura, así se llamaba aquella mujer. Él estaba sentado en el muro frente al mar y ella se acercó sigilosa por detrás. Le susurró algo al oído y le pidió que no se diera la vuelta. A Ignacio se le puso la piel de gallina y se le aceleró el pulso. Obedeció sin chistar. Las manos se aferraban al muro y los pies se balanceaban en el aire. Ella le acarició la nuca y entonces él percibió el olor a sándalo. Abajo, las olas golpeaban con violencia las rocas y las gaviotas volaban en círculo aprovechando los vestigios de la luz otoñal. Ignacio sintió una leve punzada en la columna vertebral cuando ella se pegó a su cuerpo. Era tan fuerte el magnetismo de aquella mujer que estuvo a punto de girarse y besarla. Ella adivinó sus pensamientos y volvió a pedirle que no se diera la vuelta.

Cesaron las caricias y el viento comenzó a azotar el cuerpo de Ignacio. De repente se sintió liberado así que, lentamente, fue girando la cabeza pero la mujer había desaparecido. La melodía en el móvil le avisó que tenía un mensaje de Whatsapp: “Debes encontrar un final para esta historia. Se acaba el tiempo”. Aquello tenía que ser una broma, un tanto macabra para su gusto. Se acercaba su cumpleaños y los amigos le habían dicho que tenían preparada una sorpresa. El alcohol les tenía el cerebro frito. Por eso, él había dejado la bebida. Estaba a punto de echar a andar cuando vio el libro sobre el muro. Lo agarró un segundo antes de que una racha de viento se lo llevara. “Para Laura, una historia inacabada. Alguien debe escribir el final antes de que sea demasiado tarde”, era la dedicatoria escrita con letras torcidas. Luego, sintió un fuerte dolor de cabeza y todo se quedó a oscuras.

Ignacio estaba ahora en el balcón de su apartamento, apoyado en la baranda que lo separaba del abismo. Sentía pena por el punto final que yacía inerte sobre el asfalto húmedo. No podía apartar los ojos del pavimento. El camión de la basura llegaría en cualquier momento y sería el encargado de rematar la faena. Tenía el estómago revuelto. En su desesperación por encontrar un final para aquella historia absurda, había vuelto a beber ron barato. Ni los somníferos lo hacían dormir. El muro, el acantilado, el perfume, las caricias, el salitre, todo se mezclaba y la cabeza le daba vueltas como un tiovivo. Inesperadamente, el olor a sándalo invadió sus sentidos. Intentó darse la vuelta pero el mismo ruego de aquella tarde frente al mar lo paralizó. Algo en su voz había cambiado pero eran las mismas manos, las mismas caricias, la misma mujer que mientras mordisqueaba sus orejas le susurraba que el tiempo se había acabado.

El camión de la basura frenó a unos pocos centímetros del cuerpo inerte. Todavía no había amanecido. El hombre que yacía sobre el pavimento húmedo tenía los ojos abiertos y una leve sonrisa se dibujaba en su rostro pálido. Alguien marcó el número de emergencias y solicitó una ambulancia. Una llovizna pertinaz comenzó a caer sobre la ciudad adormilada. El punto final miraba al hombre con cara de satisfacción. Su maltrecha anatomía intentaba incorporarse para disfrutar del espectáculo. Otro incauto había sido víctima de la historia inconclusa. Arriba, en el balcón de la décima planta, una mujer que ocultaba su rostro en la penumbra, observaba cada detalle de lo que acontecía en la calle mientras apuraba el cigarrillo. Antes de que llegaran los servicios de emergencia debía recuperar el punto que le faltaba a la última página del libro.

Belkys Rodríguez Blanco ©

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