Sabor a mango

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La única vez que Aurelio me besó su saliva me supo a mango madurito. Me pareció raro porque a él no le gustaban las frutas y mucho menos el mango. Decía que le sabía a purgante y que las hilachas se le metían entre  los dientes y tardaba semanas en librarse de ellas. Si algún olor le molestaba decía: “Eso huele a mango. Qué asco”. La mueca le torcía la boca y le cambiaba por completo la expresión casi siempre apacible de su rostro.
Era un chico raro. Se pasaba horas dibujando marcianos y naves espaciales, y decía que una noche había visto una sobre el techo de su casa. No tenía muchos amigos y a pesar de que las chicas suspiraban por él, era el único de su clase que no tenía novia. Eso sí, era el mejor bateador del equipo de béisbol del colegio. El uniforme le quedaba pintado. Una tarde de domingo, hace ya más de treinta años, durante un juego en el estadio del pueblo, Aurelio soltó el bate en el momento más tenso: cero carreras, con todas las bases llenas, y fue a refugiarse detrás de unos arbustos. Era el encuentro más importante de la temporada. Si el equipo del instituto perdía, no podría clasificarse para la final. Sus compañeros se quedaron boquiabiertos y comenzaron a llamarlo a gritos. Al cabo de unos minutos, apareció vociferando y escupiendo palabrotas con la cara enrojecida y los pantalones bajos. Las hormigas bravas no habían perdonado al intruso y le habían puesto un carnaval en el culo. Desde ese día le encasquetaron el alias “cagaterrenos”. 
No era apuesto pero era alto; tenía el pelo rubio y rizado y los labios carnosos y rojos. Pasé varios años de mi niñez imaginando cómo sería besarlo y sentía un cosquilleo que me bajaba por el tubo digestivo hasta el estómago, como un ejército de hormigas tirándose por un tobogán. Aquella tarde de domingo, mientras la orquesta Los Zafiros acariciaba los sentidos de los enamorados en la verbena, con el mismo bolero de las fiestas anteriores, en un rincón oscuro del parque yo solo escuchaba las palabras de amor que me susurraba Aurelio. Se fue acercando hasta que su rostro estuvo a unos pocos centímetros del mío. Creo que por un momento mi corazón se paralizó. Me cogió suavemente por  la cintura, me apretó contra su cuerpo y yo cerré los ojos. Me sentí poseída, como si flotara en una piscina de agua tibia y salobre. Yo tenía entonces catorce años y él dieciséis. De repente, a la altura de la bragueta de su pantalón algo duro como una piedra amenazaba con romper la tela y atravesarme como una espada furiosa. Desperté violentamente de mi letargo y volví a escuchar las palabras de la tía Merche cuando le decía a mi madre que ella se quedaba embarazada hasta cuando el marido la besaba. Aterrorizada, lo empujé y salí corriendo.
Me sentía avergonzada y no me atreví a contárselo a Milagros, mi mejor amiga. En el colegio aprovechaba la hora del recreo para quedarme en el aula leyendo una novelita romántica que la tía Merche me había prestado. “No se lo digas a tu madre, ya sabes lo mojigata que es y además ella piensa que todavía eres una cría. No dice mucho, pero si lees entre líneas aprendes un montón”, me dijo mientras escondía aquel ejemplar de “Amor Salvaje” debajo de mi almohada. No quería salir al patio. Imaginaba que todos sabrían lo que me había pasado y que se burlarían con sonoras carcajadas. El primo de Aurelio sería el primero. Era un espantapájaros: andaba siempre despeinado, con la ropa sucia y los dientes manchados de amarillo; se limpiaba los mocos con la manga de la camisa y tenía la cara cagada de moscas. Se pasaba todo el dichoso día detrás de mí, con esa sonrisita estúpida, intentando tocarme. Un día tuve que pedirle a Marcos, alias Popeye, que lo amenazara y le dijera que era mi novio para que me dejara en paz. Marcos: demasiados músculos para su edad. Decía la abuela que tanta fuerza muscular atrofiaba el crecimiento del miembro viril. El día que se lo dijo a mi madre, refiriéndose a un vecino que trabajaba como estibador en los muelles y practicaba boxeo, pensó que yo no la entendería. Pero lo cierto es que ya yo había estado husmeando en un libro de anatomía humana de los alumnos del bachillerato y tenía el dibujo del aparato reproductor masculino grabado en mi cerebro.
Precisamente fue Marcos el primer enamorado oficial que tuve cuando entré en el instituto. Aquel primero de septiembre, mientras el director echaba un discurso aburrido e interminable, sonándose de cuando en cuando la nariz, sentí una mirada husmeando debajo de mi falda. Giré la cabeza y allí estaba él, contemplándome embobecido. No me pareció feo, pero las mangas de su camisa blanca estaban a punto de estrangular a sus brazos. Esa imagen me atemorizó un poco, así que volví a mirar al frente, fingiendo que estaba muy interesada en las palabras de aquel hombrecillo enjuto con cara de totí que decía ser el director.
A Marcos sí le encantaba comer mangos. Le gustaban verdes y con sal. No sé cómo se las arreglaba para colarse en la finca de don Virgilio. El viejo tenía un carácter endemoniado y siempre estaba dispuesto a apretar el gatillo de su  escopeta de caza. Dice mi abuela que una noche de tormenta le disparó a su propio caballo pensando que era un ladrón. El caso es que Marcos sabía a la hora en que don Virgilio hacía la siesta; se metía en la finca arrastrándose como un majá por debajo de la cerca de púas y engatusaba al perro con un trozo de carne. Llevaba un saco colgado a la cintura y con la rapidez de un mono tití se encaramaba a la mata de mango y la dejaba casi en cueros. “Cómete un manguito verde, chiquita”, me decía mientras metía la mano en el saco mirándome descaradamente a los labios. “Un día te vas a empachar, Marcos”, le respondía yo con cara de asco. “Entonces me pasas la mano por la barriga, chiquita y seguro me curo en un santiamén”, me decía acercándose peligrosamente. A mí se me subía la sangre a las mejillas y entonces lo empujaba, sin resultados, pues aquellos músculos precoces cubrían su esqueleto como una armadura de acero.
A Milagros sí le gustaba Marcos pero él no se había dado cuenta de su existencia. Un día que se le acercó durante el recreo ella se puso a temblar como una hojita de laurel expuesta a la ventolera. Con un hilo de voz le ofreció un caramelo de fresa y le sonrió.”¿Tú eres nueva en el colegio, flaca? Yo no como esas porquerías porque se me pican las muelas.” Milagros echó a correr con la cara descompuesta por la rabia y la vergüenza y no volvió a salir al patio en un mes.
Después de incidente en el parque aquella tarde de matiné Aurelio me esquivaba. Cuando se me pasó el bochorno traté de darle una explicación, pero se escondía durante el recreo y a la salida agarraba su bicicleta Orbea, regalo de su padre que trabajaba en un buque mercante, y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Más que con sus labios estaba obsesionada con el sabor de su saliva. Era una especie de deleite y misterio. Cada vez que mi padre hacía batido de mango me daban ganas de llorar. Me lo tomaba con los ojos cerrados; las lágrimas iban cayendo dentro del vaso y entonces el sabor dulce se volvía amargo y otra vez la lengua de Aurelio intentaba colarse en mi boca virgen. “¿Qué tienes, chiqui?”, preguntaba mi padre con el rostro preocupado. “Nada, papá. El batido está muy frío y me saca las lágrimas; está muy bueno, como siempre”.
Aquella tarde en el colegio vi venir a Milagros corriendo por el pasillo mientras agitaba los brazos. Pobrecita, tan delgada y pequeña parecía una lagartija asustada. “Está allá atrás, en el patio, sentado en el banco debajo del algarrobo, pero no vayas porque no está…”, y antes de que terminara la frase yo había salido disparada como una bala que busca desesperadamente su objetivo. Mientras corría sentía que la boca se me llenaba de saliva y un intenso sabor a mango acariciaba con lascivia mis papilas gustativas. Me detuve en medio del patio, sin aliento y con un hilo de baba bajando por la comisura de mis labios. Instintivamente, me incliné para escupir. Creía que el corazón se mi iba a salir por la boca. Al incorporarme lo vi, debajo del algarrobo como me había dicho Milagros. Pero no estaba solo; lo acompañaba una rubita de cabellos encrespados que, sentada frente a él, me daba la espalda. No llevaba uniforme. Han pasado más de treinta años, sin embargo lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Ella lucía un vestido azul marino con lunares blancos y el pelo suelto le caía insolente sobre la espalda. Estaban tan acaramelados que no se percataron de mi presencia. Mis ojos adolescentes no podían dar crédito a lo que veían: la rubita intrusa estaba comiéndose un mango enorme y madurito. Lo saboreaba con fruición mientras el líquido resbalaba indiferente por sus manos e iba cayendo sobre el vestido de lunares. Él la contemplaba alelado. Vi que una de sus manos, la misma que me había acariciado la nuca aquella tarde de matiné en el parque del pueblo, había desaparecido debajo de vestido. La rubita emitía unos sonidos raros, se movía como si el banco le estuviera quemando las nalgas y mordía la pulpa amarilla casi con violencia.  Él se acercó tanto que sus labios carnosos saltaron sobre la boca de ella como una fiera después de un prolongado ayuno. Mientras la besaba, aquel líquido dulzón que desprendía la fruta se iba  deslizando por la comisura de sus labios e iba formando un charco sobre los pantalones azules. Quise correr pero las piernas no me respondían. Sentía como si tuviera el cuerpo congelado y los pies clavados en el cemento del patio. Aquel penetrante olor a mango me provocó unas náuseas terribles y allí mismo comencé a vomitar, ante la mirada atónita de los tortolitos.
Pasé varias semanas soñando que Marcos me ofrecía una cesta repleta de mangos verdes con sal y yo me los comía todos. Después del atracón sentía un fuerte dolor de estómago y entonces veía la mano de Aurelio acariciando mi vientre. Comenzaba a gemir como la rubita aquella tarde en el patio del colegio, y después vomitaba un líquido amarillo con olor a podrido. Él se reía a carcajadas, tan alto como si tuviera una bocina en la garganta. “Maldito cagaterrenos, mentiroso, claro que te gusta, por eso tu saliva sabía a mango. Ella te enseñó a comer la fruta, degenerado”, le gritaba yo mientras él continuaba burlándose. Han pasado más de treinta años y mi madre ya no está para contarlo. Ella decía que aquello era un empacho y que por eso tenía tanta fiebre y dolor de barriga. Hasta mi abuela que sabía mucho sobre el mal de estómago, vino con su aceite de carnero a pasarme la mano por el vientre para ver si mejoraba. Ningún remedio dio resultado.

Al cabo de un mes dejé de soñar con los mangos verdes, comencé a comer como una hiena hambrienta, mi padre cortó de raíz el árbol heredado de los bisabuelos y se acabaron los batidos de las tardes calurosas. Aurelio se matriculó en el instituto del pueblo vecino y la rubita dice Milagros que la han visto en la capital, en una casa de citas muy concurrida, donde las muchachas reciben a sus clientes vestidas como Carmen Miranda, con unas cestas repletas de mangos maduritos sobre sus cabezas.

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