Solsticio de verano

hoguera

Mostró la herida como quien presume de un trofeo. Ya no sangraba. Aunque apretaba los dientes y se estrujaba las manos con rabia, se había acostumbrado al proceso de cicatrización. Era lento, doloroso y picaba mucho, pero esta era ya la tercera vez que la agredían mientras sorteaba la noche más oscura. Veterana en estas lides, los cortes profundos no eran un problema para ella, así que ni siquiera gritó ni se puso a maldecir como la penúltima vez.

La farmacia estaba apenas a unas pocas cuadras de su casa, sin embargo pasó de largo y se adentró en el sendero que desembocaba en el mar. Aunque se acercaba el solsticio de verano hacía frío y no había ni un alma en la playa. En un par de días se llenaría de fogatas, de bullicio, alcohol, ritos paganos y basura. No creía en el poder purificador del fuego. Su signo era de agua.

Encabritado, como casi siempre en esa orilla, el océano castigaba las rocas con furia premeditada. Subió sin prisa la colina. Las luces de un barco ondulaban en la distancia. Encajado en la lava, el faro enviaba destellos a los náufragos insomnes como ella. Se arrodilló al borde del acantilado y se inventó una plegaria. La herida quedó expuesta al salitre y al viento pertinaz que ululaba en sus oídos. Cerró los ojos y escuchó sus pasos y aquella voz gutural que le susurraba frases ininteligibles cada noche mientras se iba quedando dormida.

Sintió el abrazo, las torpes caricias y aquellos labios vetados que ahora besaban la herida. El viento azotaba su rostro húmedo y el salitre se le había incrustado en la piel. Una gaviota nocturna la observaba compasiva. El deseo le provocó otro corte, profundo, imperceptible y la oscuridad comenzó a engullir su silueta menuda. A lo lejos las hogueras anunciaban la llegada del solsticio de verano. Sintió el calor abrasando sus pies desnudos. Abajo, la espuma dejaba un reguero de interrogantes sobre las piedras. La soledad del abismo terminó el trabajo que ya el mar había comenzado.

Foto: Georgiana Avram

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