Creí que los fantasmas perdíamos el olfato, pero tengo que reconocer que mi compañero de habitáculo tenía razón. Ayer lo pude comprobar. Decidí cruzar la frontera del barrio de San Nicolás y me fui a explorar las tienditas de la calle Primero de Mayo. Un intenso olor a pan recién horneado coqueteó con mi pituitaria y me hizo salivar como el perro de Pavlov. Atraída por el dulce aroma llegué a la panadería que está justo al lado de una agencia de seguros. Aunque me encontraba en éxtasis, mi oreja siempre alerta escuchó algo insólito.
La joven dependienta, con el ceño fruncido y estrujándose las manos con nerviosismo, le decía en voz baja a una señora mayor que era una historia real, que aquello le había ocurrido a un tío de su novio, el solterón que vivía con su madre anciana en el barrio de San Juan. “Por eso, por nada del mundo compro yo esos artilugios que vienen de Asia. Una inocente fotografía se llevó a Carmelo por delante”, sentenció la chica después de entregarle a la señora una humeante baguette. “Está en la sección de sucesos del Canarias 7”, agregó mientras le daba el cambio a la mujer.
Sabía que la Biblioteca Insular estaba a dos pasos de allí, así que, en un periquete, ya me había acomodado en el salón de lecturas dispuesta a consultar el diario local. Lo que leí me dejó perpleja y me juré a mí misma que jamás volvería a comprar nada que viniera de Japón, por si las moscas…
La señora de ochenta años, residente en el barrio de San Juan, miró la foto que su hijo de sesenta le había tomado con una cámara digital Nikon. El hombre no se lo podía creer cuando comprobó la calidad de la fotografía en la pequeña pantalla. Ni una sola arruga en el rostro de su madre, como cuando tenía veinte años. La piel tersa y blanquísima, el brillo pícaro en sus ojos azules, el mechón rubio sobre la frente y la sonrisa de diva.
Intrigado, le pidió a la señora que le hiciera una instantánea, un primer plano, para subirla a la web de citas donde pretendía encontrar a su media naranja. Dubitativa y temblorosa, la madre apretó el disparador. En un irreprimible arrebato de vanidad, él intentó quitarle la cámara, ansioso por comprobar el resultado. Con un gesto autoritario, la señora frenó la curiosidad de su hijo y miró la pantalla. No pudo reprimir el grito. Aquel artilugio que habían comprado en una tienda de segunda mano le devolvió el rostro de un cadáver en descomposición.
A punto estuvo la pobre mujer de sufrir un desmayo. Como yo ahora. Así que prefiero dejar el periódico en su sitio y volver a casa. Ningún fantasma que se precie debe perder el conocimiento en público. Volveré la próxima vez, cuando mis tripas revueltas se hayan apaciguado y podrán saber cómo acaba esta inusual historia…
Ángela Vicario
Foto: Mattia Righetti