Una historia de Oriente II

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No he podido salir de mi habitáculo en tres días. He tenido que ponerme paños fríos para aliviar la jaqueca. Aquella mañana, la biblioteca estaba llena de estudiantes y creo que uno de ellos, el de gafas y pecas en las mejillas notó algo raro a su alrededor. Estaba leyendo un libraco que parecía un bloque de hormigón. Miré de soslayo y creo que era un tratado de Medicina. El pobre chico tenía el vello de punta y miraba azorado hacia el lugar donde había estado yo leyendo la espantosa noticia. En un momento de distracción, agarré el diario y salí pitando de allí.

Aprovecho que mi compañero ha salido a dar una vuelta por Vegueta para leer el resto de la historia. Está fascinado por una casa abandonada frente a la plaza de Santo Domingo. Dice que hay un par de arquitectos que vienen al mediodía a sacar fotos y tomar notas, y él se divierte asustándolos. Es un gamberro incorregible. Bueno, voy al grano para no hacerles perder el tiempo.

Resulta que el solterón no le dio importancia a la foto. Pensó que se trataba de una broma macabra ideada por un asiático aburrido e intentó calmar a su anciana madre. Ella, con voz temblorosa y el corazón arrítmico le dijo que irían de inmediato a la tienda donde habían comprado la cámara. Él no quiso contrariar a la señora, así que cogieron un taxi en la plaza de Santa Ana y, en menos de veinte minutos, llegaron a la tiendita hindú ubicada en una de las callejuelas que desemboca en la playa de Las Canteras. El solterón le espetó al dueño del establecimiento que le devolviera inmediatamente el dinero, que la cámara estaba defectuosa y su pobre madre se había llevado un disgusto tremendo.

Una historia de Oriente

El hombre, asombrado, decidió probarla tomándole una instantánea al dependiente que estaba a su lado. “La cámara funciona perfectamente, caballero”, aseguró; así que, volvió a empaquetarla y se la devolvió con una sonrisa triunfal. Tres días después la señora, compungida, se acercó a la tienda de equipos electrónicos. Su hijo había muerto de manera repentina y ella supuso que allí podrían darle alguna explicación plausible. Al llegar vio el cartel colgado en la puerta: “Cerrado por la defunción de un dependiente. Sentimos las molestias”.

Perpleja, la mujer buscó un banco en un parque cercano y se sentó. Otra vez habían vuelto las arritmias y tenía la boca seca. Todo le parecía absurdo. Débil y con mano trémula, abrió la caja donde estaba guardada la cámara fotográfica y comenzó a leer el manual de instrucciones. Al final, la letra pequeña le reveló una advertencia demoledora:

Cámara digital Nikon de fabricación japonesa con sistema lifting incorporado. Solo para señoras. Su uso en caballeros puede ocasionar daños irreversibles e, incluso, la muerte. El fabricante no se hace responsable de los perjuicios por negligencia.

Con razón los pueblos indígenas de América del Sur prefieren no ser fotografiados. Están seguros de que esos artilugios son demoníacos y les roban el alma. Al pobre Carmelo, que no pertenecía a ninguna tribu, una inocente fotografía lo sacó de casa con los pies por delante.

Ángela Vicario

Foto: Jon Butterworth en Unsplash

Si quieres conocer la primera parte de esta rocambolesca historia, pincha en este enlace: http://mujerentreislas.blogspot.com/2022/06/una-historia-de-oriente.html

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