El ángel de la guarda me ha mordido el talón. Reprimí el grito para que los vecinos no llamen a la policía. No es la primera vez que los despierto por culpa de mis pesadillas, y la pareja mayor que vive en el dúplex de al lado marca el número de los maderos.
Son las tres de la madrugada y creí que era otro de mis delirios nocturnos, pero estaba equivocado. El tipo que está sentado al borde de la cama sonríe con malicia, lleva un traje espectacular de drag queen y me confiesa que es trans. Parpadea nerviosamente mientras cuenta un par de chistes verdes, y asegura que nada es lo que parece. Luego se pone a llorar porque dice que está cansado de que todo el mundo piense que su misión es evitar que ocurran desgracias. Está harto de que crean que es buena gente, un ciudadano ejemplar.
No he podido articular palabra. Las lentejuelas de su vestido verde chillón me deslumbran, su voz pegajosa intenta seducirme y sus largas uñas afiladas y pintadas de rojo pasión me intimidan. Dice que sufre de insomnio y que va por ahí molestando, sobre todo a los tipos neuróticos como yo. Que la culpa de su mal dormir la tiene su antiguo trabajo de securitas en una fábrica de lácteos. Tiene el reloj biológico dislocado. Que lleva dos años en el paro, que bebe para olvidar los sinsabores de la vida y que se cuela en los armarios de las mujeres ricas para probarse su ropa y robar vestidos de fiesta carísimos.
La decepción
Mi cara es un poema. Cuando era pequeño mi abuela me contaba una historia de aparecidos antes de dormir, y me decía que no me preocupara, que el ángel de la guarda velaría mi sueño. Yo imaginaba que era un viejecillo de rostro amable, vestido de blanco, que se sentaba todas las noches a los pies de mi cama, y me cuidaba mientras dormía. Menuda decepción. Los adultos mienten todo el tiempo: Papá Noel, los Reyes Magos, el Capitán Tormenta, y los putos angelitos cuidadores de niños cagones como yo. Con razón soy un neurótico empedernido que se gasta una pasta cada mes en el psiquiatra.
“Ni ángel protector ni morcillas, Juan. Soy un paria, un gamberro, una mala persona, un tío que no es feliz con su cuerpo, que va por ahí haciendo putadas a todo el mundo y dando malos consejos. ¿Tienes un porro a mano? Estoy de los nervios”, dice el ángel con la mirada vidriosa.
Extiende las manos y sus uñas como garras de buitre rozan mis mejillas. Creo que estoy a punto de mearme encima. Está tan cerca que su aliento fétido me provoca náuseas. Sin dejar de observarlo intento estirar el brazo para coger el móvil que descansa sobre la mesilla de noche. Tengo que llamar a mi psiquiatra. El muy cabronazo seguro que volverá a decepcionarme con su monserga, y encima tendré que pagarle las horas extra.
Foto: Alejandro Cartagena/Unsplash
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