Las sombras lo atormentan. Han regresado el mismo día del solsticio de verano. Vetustas y lozanas, flácidas y erectas, amables y groseras; eso sí, persistentes, tiranas, empalagosas, insufribles. Intenta darles una patada, pero las muy cabronas se escabullen y dejan el ambiente impregnado de un olor nauseabundo. Sus risas histéricas rebotan en las paredes del cuarto de baño y lo golpean en la boca del estómago. Cae y se levanta mareado, confundido. Escucha los pasos y una voz monótona que repite una frase hecha: «Hágase la luz», pero la claridad no llega. El día es una eterna noche polar. Un enjambre de sombras zumba feroz en su oído derecho. De un manotazo las espanta. El grito visceral las asusta, las mantiene a raya. Por un breve instante las pierde de vista. Aliviado se sienta en el váter y suspira. Está seguro de que fueron tragadas por un agujero negro del espacio. Pero, ante la duda, descarga el inodoro. Y ahí se escondían las muy infames. Él observa con placer sus caras de pánico mientras son engullidas por el remolino. Por fin se han dado por vencidas. Cree que se han ido de excursión a casa del vecino de los bajos, a las cloacas o al océano. Todo dependerá ahora del buen funcionamiento de la planta depuradora de aguas residuales.
Foto: Gerd Altman (Pixabay)
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