Cartas a Marina

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A mi madre y a otras madres que ya no están.



La vio al lado del armario, con su bata blanca, el pelo suelto y esa sonrisa que siempre la hizo tan especial. Cerró los ojos y aspiró con fuerza su olor a Nomeolvides. La brisa nocturna mecía levemente las cortinas del ventanal. “No te vayas, mamá. Todavía tengo muchas preguntas”, la voz en su interior sonó con tanta fuerza que sintió que el suelo y las paredes vibraban como las cuerdas de una guitarra. Ella se acercó flotando como un suave pétalo de rosa silvestre y se posó en el borde de la cama. Las manos trémulas acariciaron el cabello del hijo y por los labios entreabiertos se asomó aquella canción de cuna que tantas veces arrulló sus sueños. “Arrurú mi niño, arrurú mi amor, arrurú pedazo de mi corazón”.
Pablo abrió los ojos e instintivamente buscó el armario. Las cortinas rozaban con suavidad la madera áspera, y a la vez dejaban que las luces de las farolas se colaran por los cristales del ventanal. Era una noche calurosa de julio. Se levantó de la cama y fue hasta la ventana. Tenía la camisa empapada de sudor y la boca seca. Se fijó que la luna menguaba y que algunas estrellas bailaban esa extraña danza estival que lo hechizaba. A su madre también le gustaba mirar al cielo, contar estrellas fugaces y pedir deseos para él. Nunca pedía nada para ella. Se conformaba con ver a su hijo creciendo sano y feliz. Hacía cinco años que se había marchado, pero a Pablo le parecía que había sido ayer. Una terrible punzada le atravesaba el pecho cuando recordaba el momento en que su madre le agarró la mano con fuerza y le pidió que nunca dejara de escribirle cartas. Ante el gesto de sorpresa del hijo su alma se escurrió sigilosa. Él se inclinó para besar la frente blanquísima de la anciana y dejó que el llanto empapara los cabellos que siempre olían a Nomeolvides.
Después de beber agua y cambiarse la camisa, Pablo caminó hasta el escritorio y contempló la máquina de escribir. Las teclas polvorientas le recordaron que hacía cinco años que no escribía una sola palabra. Tuvo la impresión de que las letras lo miraban con desdén, resignadas ante tanta desidia. Otra vez sintió la mano de su madre apretando la suya y las palabras llegaron a su cerebro como una ráfaga de viento huracanado. Buscó desesperadamente una cuartilla y la introdujo en el rodillo. Sentía el corazón latiendo en la sien.
Marina era una de las muchachas más bonitas del pueblo. Cuando Rogelio la vio en aquella verbena lo tuvo claro. Se casaría con ella y sería el hombre más feliz de la isla y del mundo. La sonrisa de Marina era una fiesta en sí misma. Sus cabellos largos y ondulados olían a Nomeolvides. Delgada y etérea, dejaba siempre a su paso ese polvillo encantador que solo se desprende del cuerpo de las hadas y los ángeles en su efímero paso por este mundo. Marina y Rogelio tuvieron un hijo que creció feliz en aquella casita blanca, al borde del barranco. Entre flores, perros, cabras y gallinas pasó Pablo su infancia. Con apenas cuatro años ya sabía leer y escribir. El mejor regalo que podía recibir en sus cumpleaños era un álbum ilustrado. De tanto hojear los libros, los colores y los olores se le quedaban impregnados en los dedos, y cada historia lo hacía viajar en el tiempo y el espacio. Cuando cumplió los doce años decidió que sería escritor.
El polvillo saltaba de las teclas como una fiesta de confetis. Varios estornudos interrumpieron aquella carrera frenética por llenar la cuartilla de palabras. Nunca fue muy rápido tecleando pero esta vez sus dedos golpeaban con agilidad y precisión cada letra, mientras las ideas se iban desperezando. Tenía que terminar la carta antes de que amaneciera. Su madre siempre le contaba a sus amigas que su hijo escribía como los ángeles. Cada vez que recibía correspondencia, las reunía en el comedor de la casa para  leerla y presumir de la elocuencia y de las metáforas que su hijo le dedicaba. Fue la época en que Pablo se marchó al continente para estudiar Magisterio. Todas las semanas Marina recibía una carta llena de anécdotas y de frases poéticas. El amor de su hijo la conmovía hasta las lágrimas. Cada misiva era el motivo perfecto para una tertulia en la que no faltaban el buen café, las galletitas y los comentarios sobre la vida de la gente del pueblo.
Cuando las farolas se apagaron y los tenues rayos del sol comenzaron a colarse por la ventana, Pablo se echó para atrás en la silla, cerró los ojos y bostezó. Sobre el escritorio, más de veinte cuartillas se mezclaban con el reguero de libros y un sinfín de documentos. Era la carta más larga que había escrito en su vida. Necesitaba contarle a su madre todo lo que había sucedido en esos cinco años de ausencia. Eligió minuciosamente las palabras para decirle cuánto la echaba de menos. Cinco largos años de lágrimas calladas y otras que se movían como duendes cautelosos y se acurrucaban desconsoladas sobre la almohada. Se preguntaba si algún ángel querría servirle de cartero para llevar la misiva a su destino. “Creo que he perdido la razón. Esto es absurdo”, se dijo mientras se levantaba para estirar las piernas. Tenía todos los músculos entumecidos. Fue hasta la ventana y vio un par de gaviotas que daban vueltas en círculo intentando divisar algún pez despistado. Los párpados le pesaban como bloques. Corrió la cortina y se fue a la cama. Cerró los ojos y en el duermevela volvió a escuchar la voz de su madre: “Arrurú mi niño, arrurú mi amor, arrurú pedazo de mi corazón”.  
Ocho horas más tarde, Pablo se despertó. Afuera estaba oscuro y llovía. El olor a tierra mojada  le produjo una agradable sensación de alivio. Desde niño le gustaba el sonido de las gotas al caer en el tejado. La lluvia nocturna era una especie de bálsamo que calmaba los sentidos. Se incorporó en la cama y encendió la lámpara de noche. Necesitaba un café para volver a sentarse en el escritorio y acabar lo que había comenzado. Descalzo, caminó hacia la puerta de la habitación. Antes de salir miró de reojo el escritorio y la sorpresa  lo dejó paralizado. La máquina de escribir se había despojado del polvo y todo estaba en perfecto orden. Un temblor incontrolable se apoderó de su cuerpo. Otra vez el corazón le latía en la sien. Ni un solo rastro de las más de veinte cuartillas. Sola una nota con aquella caligrafía inconfundible: “Los ángeles siempre serán nuestros aliados. Busca las respuestas en las señales, Pablo, las señales que te va dejando la vida. Te quiero. Mamá”. La noche acalló el sonido de la lluvia sobre el tejado y la danza estival de las estrellas comenzó a dibujar extrañas formas en el cielo.

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