A mi amigo Fer
Sus amigos se lo advirtieron más de una vez, pero ella era más porfiada que una mula en celo. Cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, seguía hacia adelante como un tren sin frenos y sin conductor. Ciega, sorda y muda como decía la letra de aquella canción tan cursi que se había puesto de moda. Así era Laura: apasionada, más bien incendiaria y ese día se encontró con el pirómano de turno.
Primero fue esa miradita de mosquita muerta, de princesita lánguida. Le había entrado la picazón y su amigo el psicoanalista lo sabía. Tantos consejos profesionales, tantas horas de psicoanálisis gratuito no sirvieron para nada. “Por favor, no caigas de nuevo en la tentación de las redes sociales. Te volverá a pasar lo mismo o peor. Después no vengas llorando y lamentándote”, le decía su amigo mientras se comía las uñas con desesperación.
Ella se quedó en silencio, pensativa y con el ceño fruncido. Él creyó por un momento que la había convencido y respiró aliviado. “Solo una vez más y te prometo que si noto algo raro, salgo corriendo”, dijo ella con un hilito de voz y la vista clavada en el suelo. Con la vena de la frente a punto de reventar, el otro le largó que hiciera lo que le diera la gana, que advertida estaba, que guerra avisada no mataba soldados, que no volvería a darle consejos, que seguro le tocaría un psicópata, que aquello era la cueva de Alí Babá, que dejara las cosas al universo… Ella sólo asintió, le dio dos besos y se fue corriendo a su casa a encender el ordenador.
Buscaría una web distinta, más elegante. La anterior, tal y como le había comentado su amiga Marta, era el carrusel de los horrores. Parecía que aquellos tipos se habían escapado de un hospital psiquiátrico. Y ni qué decir de los mensajes que le enviaban. Frases soeces y llenas de faltas de ortografía. No había por dónde agarrarlos. Esta en la que acababa de darse de alta parecía diferente: Solteros con clase se llamaba y una chica con sonrisa Colgate le anunciaba que allí encontraría la pareja perfecta, el hombre de sus sueños. Pensó en un seudónimo e inició la búsqueda. Jamás habría sospechado que estaba firmando su sentencia de muerte.
Aquel guapetón de ojos verdes la dejó sin aliento. Vio que la había metido en el saco de Favoritas y le luego le envió un Flechazo. Laura sintió un calor en la entrepierna y comenzó a sudar. Se contuvo y esperó a que él le mandara el primer mensaje. Parecía un tipo educado. Primero le pidió una foto de los pies y luego le preguntó si comía carne cruda. Le advirtió que no le gustaba el Whatsapp y que le encantaban las croquetas, esas de toda la vida. Coleccionaba libros en miniatura en todos los idiomas, hasta en sánscrito y también rascadores de espalda. Tenía un total de 675, de 71 países. Había estado a punto de entrar en el Récord Guinnes, pero un tipo de Indonesia lo había superado en número de rascadores y países. Eso no lo desanimaba, así que lo seguiría intentando.
Aunque no hablaba latín, lo entendía perfectamente. También tenía una Biblia en miniatura. Se la había comprado un amigo en el Vaticano. A él no le gustaba viajar, para eso se había inventado Internet. Se sentía conectado con el mundo y, sobre todo, con Amazon, el lugar ideal para satisfacer todos sus caprichos. Nada de reguetón, ni fiestas, ni demasiadas salidas a cenar fuera. Era un tipo muy austero. Mozart y Beethoven eran sus favoritos. Por lo demás, se consideraba un tipo normal y buena gente. Laura, recelosa, no le dio muchos detalles. Incluso, en la foto de perfil aparecía muy abrigada y con gafas oscuras.
Aburridos del chat, quedaron en una cafetería, en un centro comercial abarrotado de gente que compraba compulsivamente, a las tres de la tarde. Su amigo, el psicoanalista, andaba merodeando. Si algo no le cuadraba, ella le enviaría un Whatsapp y él la llamaría para decirle que estaba en el servicio de Urgencias al borde del ictus. Pero, el tipo le pareció bastante normal y simpático, a pesar de ciertos gustos estrafalarios. Alto, moreno, ojos verdes, manos grandes y labios gruesos. Laura estaba tan embobada analizando cada detalle de aquel Adonis que en algún momento dejó de oírlo y comenzó a imaginárselo desnudo. De repente, sacudió la cabeza como si temiera que el hombre adivinara sus pensamientos y se puso colorada. Él le sonrió y después de soltarle un par de piropos, le dijo que su casa estaba cerca, que había dejado un solomillo en adobo y que le prepararía una cena inolvidable. Ella, como poseída por aquellos ojos verdes, de mirada serena, como los que describían el bolero de los tiempos de la abuela, movió la cabeza en señal de aprobación.
Camino a la casa de Augusto, Laura le envió un mensaje a su amigo: “Me voy a casa. El tipo no me gusta nada. Feo como el demonio y bastante vulgar. Tienes razón, esto de las redes es una pérdida de tiempo. Nos vemos mañana. Besos”. Lo que sucedió después, lo leyó el psicoanalista al día siguiente en la sección de Sucesos de la prensa local. Los vecinos del barrio Ojos de Garza, donde tenía su domicilio el ciudadano A.P.R., escucharon ruidos extraños y gritos procedentes de la vivienda y llamaron a la policía. Un olor a carne chamuscada se había extendido por todo el vecindario.
Varias mujeres habían desaparecido en la zona y las autoridades ya sospechaban del sujeto que quedó registrado en los récords policiales como el Coleccionista. Cuando llegaron a la vivienda tuvieron que echar abajo la puerta. Habían llegado demasiado tarde. El hombre estaba sentado en la mesa del comedor y se disponía a descorchar una botella de Lambrusco. Sobre el mantel de seda, en un plato de porcelana china, perfectamente colocada, estaba la cabeza de una mujer pelirroja. Todavía tenía el horror reflejado en la mirada y una zanahoria metida en la boca. El hombre, impertérrito, les hizo un gesto invitándolos al banquete. De fondo sonaba a todo volumen Himno de la alegría.
Belkys Rodríguez Blanco ©