No se lo puede creer. Cuando era un jovencito costaban un par de centavos. Se quita los espejuelos y los limpia. Vuelve a colocárselos y allí sigue el cartelito con el precio como una burla. Mil ochocientos pesos por una escoba. Seguro que está encantada y puede volar, piensa y sonríe con amargura. No cree en los cuentos. Ya no se los traga. Eso era antes, cuando se embelesaba con los cantos de sirena. Lo que cuentan los periódicos no llena la barriga. Mil ochocientos pesos y él gana mil seiscientos de pensión. Un disparate. Una tomadura de pelo. No podría pagarla ni con el sueldo de un mes. Y el patio sin barrer. La mierda llegando al techo.
Se le presenta un dilema al jubilado: si barre no come, si come no barre. Y si una escoba cuesta más que su jubilación, ¿cuánto pedirán por una libra de carne? Ni barre ni come. Los desperdicios se acumulan y las tripas suenan. Mal asunto. El hombre se marcha del mercado arrastrando los pies, desconcertado, derrotado. No se ha atrevido a preguntar por el precio de los huevos. Se le ocurre que puede comprar una gallina y le salen gratis. Tonto. Está chocheando. Si no puede pagar una escoba, ¿cómo va a comprar la gallina? A menos que se la robe, piensa. Ha visto algunas por su barrio escarbando en la basura. Eso es lo bueno de no tener escoba. La mierda se acumula en cada esquina. Allí comen los pollos, los perros y los mendigos. Le gustaría tener un perro, pero no podrá alimentarlo. Otra frustración. No le queda más remedio que joderse y seguir cargando con su soledad. La soledad pesa más que el hambre.
Se le presenta un dilema al jubilado
El jubilado se sienta a oscuras en la mecedora. El farol proyecta su sombra sobre la pared desconchada. Vuelve a reflexionar sobre el precio de la escoba. Se ha convertido en una obsesión. No recuerda en qué momento se fue todo al garete, cuándo comenzaron a navegar a la deriva, a acostumbrarse al deterioro, a la inflación, a la desidia. Recuerda su infancia. Su padre le pintaba la bicicleta cada año de un color diferente para que pareciera que los Reyes le habían traído una nueva. Sonríe. El viejo trabajaba como un mulo para alimentar siete bocas. Reía siempre. Al mal tiempo buena cara. Qué diría el viejo sobre el precio de la escoba. Se cagaría en la madre del vendedor y del gobierno. No tenía pelos en la lengua.
A veces sueña con su padre y se despierta con una punzada en el pecho. Sabe que no le queda mucho tiempo. El hambre y la soledad lo corroen. Sueña con la escoba azotándolo, con un vendaval que arrasa, con la basura que lo engulle. No hay escoba que barra tanta podredumbre. Mañana costará dos mil pesos. Qué más da. Nadie está interesado en comprarla. Mucho menos el jubilado que, recostado en la mecedora, deja que las sombras nocturnas se traguen su último aliento.
Foto: Fabrizio Azzarri (Unsplash)
Si quieres leer otras historias de esta temática pincha en el enlace: https://mujerentreislas.com/la-gaveta/
