El viajero

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A Diego por su nobleza y su valentía.


El horizonte observó con curiosidad al viajero y él le sostuvo la mirada. Tenía sangre nómada y unos deseos irrefrenables de conquistar su destino. La estrella polar marcaba el rumbo. La noche era clara y el viento estaba a su favor. El horizonte se preguntaba quién era aquel muchacho tan joven y apuesto que intentaba traspasar sus fronteras. El viajero no quiso responder a tan inoportuna pregunta. Había que aprovechar el buen tiempo y la suave brisa que inflamaba sus velas. Así que, con un ligero temblor en los labios, puso proa al Norte. Los sueños estaban impacientes por alcanzar otras costas.

Iba ligero de equipaje. Lo arropaba la noche y el cántico de los marinos que como él desafiaron tempestades para llegar a tierra firme. En la solapa del abrigo llevaba prendidas un par de lágrimas impertinentes. Ni siquiera la audacia del viento pudo derrotarlas. Allí permanecieron, erguidas, retadoras, como prueba del amor de los que se quedaron del otro lado del horizonte. Llevaba la emoción escondida en los bolsillos. Los hombres de alma errante debían mantener a buen recaudo los sentimientos.

En aquella fina línea teñida ahora de un apacible atardecer su silueta se fue haciendo pequeña. El viajero no volvió la vista atrás. El pañuelo blanco que agitaban sus seres queridos se quedó suspendido en la brisa nocturna. Ahora solo una par de gaviotas revoloteaban en busca del alimento. Sus antiguas costas se quedaron adormiladas con el arrullo de las olas. Otras nuevas lo esperaban, con las luces encendidas y todas las ventanas abiertas. El viento gélido de su infancia desordenó sus cabellos negros. El viajero escuchó atento las voces de los guerreros vikingos. Tiró el ancla y avanzó con paso firme por la tierra que un día lo vio nacer. La isla boreal había esperado paciente su regreso. El horizonte había encontrado por fin la respuesta a su interrogante.

Belkys Rodríguez Blanco ©   

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