La mecedora

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A Manuel Díaz Martínez


La anciana se mece en el sillón y escucha distraídamente el implacable tic tac del tiempo. Acostado sobre la tierra reseca el perro la mira, cómplice de las horas y la desidia. La madera emite un leve quejido como señal inconfundible del desamparo. Un hilo de color blanco la mantiene sentada allí, con la mirada errante y las manos quietas sobre el regazo. Alguien a quien ella ha olvidado le recuerda que no puede irse porque está amarrada. No entiende el significado de aquellas palabras pero mueve la cabeza asintiendo y sonríe.

Charito se despojó de la memoria como quien echa un vestido viejo a la basura. El lamento de la mecedora y el tren cargado de caña recién cortada son los únicos compañeros de viaje que reconoce y a los que se aferran sus ojos celestes, custodiados ahora por arrugas octogenarias. Los raíles del ferrocarril están demasiado cerca del portalito de la casa, por eso a su hija se le ocurrió usar el hilo de coser atado a ambos brazos del sillón. Por algún extraño mecanismo de la mente, la anciana acepta que está inmovilizada y que es imposible levantarse.

El perro sarnoso viene y le lame los pies descalzos. Ella lo observa con la curiosidad de un recién nacido. Hace un amago de inclinarse para acariciarle el lomo pero, instintivamente, se echa hacia atrás y dirige la mirada hacia el cañaveral. El sol del mediodía es como una lengua de fuego que se extiende por la tierra roja. La despiadada claridad hiere las pupilas de Charito. Deja de mecerse y cierra los ojos. Lentamente aspira el olor dulzón que llega desde el Central Azucarero. Se apagan el quejido de la madera y el de la vieja locomotora.


El tiempo se acurruca bajo la sombra que proyecta la mata de mango y allí comienza su agonía. Las gotas de sudor empapan la blusa desteñida de la anciana. Los recuerdos se adormecen en las horas muertas de la tarde. El pasado, pegado a la humedad de la piel,  le susurra aquellos boleros que solía cantarle al amor de su vida. Manuel, amor de mi bohío, tu linda guajirita te espera bajo la ceiba, a la hora de la siesta. Sonríe y las arrugas desaparecen. El olor a guarapo está impregnado en su pelo trigueño y ensortijado. El finísimo velo que le cubre la mirada se diluye lentamente. Alza los brazos como si quisiera abarcar todo el verde del cañaveral. El aullido del perro se confunde con el silbato de la locomotora. Charito, liberada de la cuerda imaginaria que la ata a la mecedora, sale al terraplén y avanza a toda prisa, con los brazos extendidos, hechizada por los besos que la aguardan a la sombra de la centenaria ceiba.

Belkys Rodriguez Blanco ©

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