Insomnio

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El viento era especialmente cruel aquella madrugada. Removía el polvo acumulado y los fantasmas, desvelados e inquietos, no encontraban sosiego en ningún rincón de la casa. Si bien era cierto que no hacían ruido, a ella se le erizaba la piel de la espalda y daba vueltas en la cama, flotando en un duermevela que coqueteaba con el  insomnio.

Sobre las tres de la madrugada se levantó y fue hasta la ventana. Las ramas de los árboles se aferraban a los troncos como podían. Miles de hojas secas se amontonaban en la calle y en las aceras. El cielo estaba cubierto por un manto color arena que le impedía ver las estrellas. Y lo peor era aquel lamento que no cesaba. Estaba segura de que el viento, harto de su propia fuerza, aullaba desesperado, suplicándole al silencio que se apiadara de él.

Echaba de menos aquellas nubes de su infancia cargadas de aguaceros. Solo la lluvia podía apaciguar semejante desazón. Evocó las gruesas gotas empapándole la ropa y esa sensación de alivio cuando el olor a tierra mojada entraba en sus pulmones. Recordó los charcos en el patio de una casa que comenzaba a diluirse en su memoria. El intenso olor del limonero y el sabor dulcísimo del mango también se iban mitigando en los recuerdos. La culpa era del viento. Y de los fantasmas que se arremolinaban en los rincones de la casa y luego salían de puntillas a la noche.

Antes del amanecer el viento enmudeció y por fin dejó de castigar las ramas de los árboles. Con los párpados maltrechos abandonó la ventana y caminó descalza sobre las hojas secas. Se despojó de la ropa y se tumbó exhausta sobre el lecho. Las nubes de su infancia acudieron calladas, se acurrucaron junto a ella y comenzaron a dibujar extrañas formas sobre las sábanas. Liberada del insomnio, se abrazó a las primeras gotas  mientras la humedad se reconciliaba con los sentidos.

Belkys Rodriguez Blanco ©

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